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Pocas dudas caben sobre lo que mejor ha hecho Aznar en sus ocho años de Gobierno: la gestión económica y la lucha contra el terrorismo. Ninguna sobre lo peor: la política de medios de comunicación y la renuncia a la despolitización y regeneración de la Justicia. Lo primero, que es lo bueno, obedece a una arraigada idea de España, esencial en la derecha española del siglo XX, y a una actualización del liberalismo económico, abandonado por la derecha casi desde el viraje proteccionista de Cánovas. Lo segundo, que es lo malo, se debe a su radical desconfianza hacia el mundo intelectual, hacia esas ideas y valores liberales y nacionales que siempre ha dicho defender pero que en una sociedad moderna se transmiten y defienden a través de los medios de comunicación. La rendición ante Polanco es el horrendo balance de una indefinición moral que es también la que está detrás de su fracaso en las reformas judiciales. En otros campos, como el de la educación, puede decirse que lo intentó. En el de la Justicia, se rindió sin combatir.
 
Por supuesto, en uno de los pocos medios de comunicación liberales aparecidos durante la era Aznar, por no decir el único, que nació precisamente para oponerse a la nefasta política de comunicación del PP en la segunda legislatura, es normal nuestra decepción en el campo informativo. Lo mismo que en el de la Justicia, marcado indeleblemente por las tropelías polanquistas contra la libertad y contra la igualdad de los ciudadanos ante la ley, como la sentencia del Supremo sobre el “antenicidio”, que el Gobierno del PP ni siquiera intenta hacer cumplir, o como el Caso Liaño, vil y servilmente ejecutado por la izquierda judicial a las órdenes del gran poder fáctico de Prisa, que aparece como un gigantesco iceberg superviviente y temible en la ruta transatlántica del aznarismo. Pero aunque justificado, sería profundamente injusto un ejercicio de equidistancia entre lo positivo y lo negativo de los ocho años de Aznar. En primer lugar, porque lo positivo afecta de manera evidente, palpable e indiscutible a la vida cotidiana de la gran mayoría de los españoles, que en lo material han visto muy mejorada su situación y que en lo moral han tenido al menos un Gobierno de España que no se ha avergonzado ni de gobernar ni de ser español, justamente cuando la izquierda ha abdicado de cualquier principio nacional y, en consecuencia, constitucional.
 
En segundo lugar, porque en este último año de Aznar, el de su adiós, toda la derecha,  también la liberal, ha vivido un proceso de penitencia y expiación de no pocos errores ante una izquierda que ha pretendido echar del poder y de la vida pública a media España, y esa media España ha sabido rehacerse en torno a Aznar, que culmina un período extraordinario de gobierno con un gesto de valor moral sin precedentes: la renuncia al poder favoreciendo la continuidad de su política de Gobierno. Si la “musa del escarmiento” que impetraba Azaña en los años peores de la Guerra Civil le sirvió de poco al político alcalaíno, incapaz de pasar del dicho al hecho, sucede lo contrario con la herencia de Aznar, acaso el gobernante que mejor ha sabido pasar del hecho al dicho. Muchas otras cosas grandes ha hecho Aznar, pero saber irse es la más difícil de todas y no ha podido hacerlo mejor. Ojalá los que vengan hagan honor al que los ha traído.
 

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