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Desde que se firmó el Pacto por la Justicia entre el PP y el PSOE, prácticamente desde el mismo día en que el ministro Acebes aseguró a la ciudadanía que con ese acuerdo terminaba la horrorosa era de la politización de la Justicia en España, no ha habido una sola semana sin que la politización judicial conquiste por méritos propios las primeras páginas de todos los periódicos y las aperturas de todos los noticiarios audiovisuales. En los últimos días, sin embargo, hay como una aceleración en el descacharre, un vértigo en el desastre, un frenesí de trompicones en el politizadísimo caos que hoy es la Administración de Justicia. Y pocos espectáculos comparables al plante protagonizado en la mañana del miércoles por la facción izquierdista del Consejo General del Poder Judicial, que se negó a entrar a la sesión por no haber podido colocar a su candidata Margarita Robles como primera mujer participante en el llamado Gobierno de los jueces.

La pataleta de la progresía con toga se comprende, aunque de ningún modo se justifique. El sectarismo congénito de la izquierda está sufriendo un revolcón tras otro en una de sus fórmulas favoritas: las cuotas de género, es decir, de sexo femenino, en las instituciones del Estado. Primero, fueron las cuatro ministras en el primer Gobierno Aznar; luego, fueron la primera Presidenta del Congreso y la primera Presidenta del Senado; y ahora, Milagros Calvo, y no Margarita Robles, se convierte en la primera mujer que entra en el Consejo General del Poder Judicial. Son muchas, demasiadas mujeres. Y no por su número, sino porque casi todas están resultando competentes y todas son notoriamente de derechas, con la única y doble excepción de Celia Villalobos.

Pero la única función del pacto sobre la Justicia, ya que no evitar la politización de fondo, era eliminar los espectáculos bochornosos que las tribus judiciales venían protagonizando en los últimos años, desde los casos del GAL hasta el linchamiento de Liaño. El efecto ha sido contrario al que se buscaba. Quizás porque, como no se buscaba remediar el problema de fondo, éste no ha dejado de crecer y de manifestarse. Si el ministro de Justicia fuera médico y se limitara a hacer diagnósticos habría que decirle: “¡buen trabajo, Acebes!”. Pero le correspondía la extirpación de un cáncer y últimamente la opinión pública asiste boquiabierta a una exhibición de metástasis en cinemascope y technicolor. El problema, evidentemente, no está en el médico. Es que no se puede curar el cáncer con aspirinas.

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