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Federico Jiménez Losantos

¡Cuánto temen estos jueces a la Justicia!

Después del “Caso Liaño”, pocos negarán que la prevaricación al por mayor es algo más que una posibilidad en nuestros altos tribunales de justicia. Después del “Pacto por la Justicia” PP-PSOE, pocos discutirán que la politización institucionalizada es algo a lo que tanto políticos como asociaciones judiciales se han sometido sin rubor y ansiosos de estabilidad aunque la politización es en sí misma corrupción y garantía de prevaricación. Desde una perspectiva liberal, la traición a sus promesas de despolitización de la Justicia por parte de Aznar es el baldón más grave de esta su segunda legislatura porque siendo la independencia del Poder Judicial la clave de un correcto funcionamiento del resto de las instituciones y disfrutando el PP de una holgadísima mayoría absoluta, ha preferido acomodar la politización diseñada anticonstitucionalmente por el felipismo temprano al moroso paladeo del poder característico del aznarismo tardío. Pero ni siquiera ese apaño con lo peor del felipismo judicial ha evitado que, desde la firma del dichoso Pacto, no haya semana sin lío ni mes sin escándalo. La vacuna ha desencadenado la epidemia.

La fuga de un importantísimo narcotraficante merced a la proverbial generosidad con los delincuentes de la Sección Cuarta de la Audiencia Nacional, con algunos detalles particularmente grotescos y escandalosos, ha desembocado finalmente en la querella del fiscal por prevaricación contra los tres magistrados de la Sala. Y está el gremio de las puñetas, a juzgar por los editoriales prohijados en “ABC”, “El Mundo” y “El País”, que no le llega la camisa al cuerpo. Ya iba siendo hora de que también los jueces temieran a la Justicia. De hecho, la posibilidad de que se les aplique es el primer signo positivo, incluso de resurrección, para unos ciudadanos que la consideraban ya cadáver insepulto, aunque tapado.

Tras la infame condena de Liaño, con la activa participación de una parte de la judicatura y la cobardía cómplice de la otra parte, es casi un acto de “justicia poética” que a su verdugo Enrique Bacigalupo le haya tocado aceptar la querella de Cardenal, Luzón, Aranda y Torres-Dulce y abrir desde el mismísimo Tribunal Supremo la veda de los jueces en cuyas decisiones haya indicios de prevaricación. Pero el sorprendente temor editorial a que efectivamente pueda perseguirse la corrupción judicial, muestra hasta qué punto se halla ésta arraigada en la tradicional impunidad que el gremio se garantiza a sí mismo. Pues bien, ya pueden ir pensando los jueces en iniciar su transición a la democracia, es decir, a la independencia y a la responsabilidad. Con todos los matices y cautelas necesarias para no romper la urna del Derecho, pero también con la urgencia de una ciudadanía que hace tiempo que se lesionó entre sus cascotes, esta dura querella fiscal contra unos jueces dignos de toda sospecha es una de las pocas noticias alentadoras que en los últimos años ha producido un gremio que, por lo común, sólo produce pavor. Ver a los jueces españoles temer a la Justicia es un motivo de casi incontenible satisfacción. Dicen que es la primera vez en nuestra historia judicial que el fiscal se querella contra una Sala. Pues dando por hecho que alguna Sala se habrá corrompido alguna vez, esos siglos que llevamos de retraso.

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