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Federico Jiménez Losantos

¿Debe entrar el fútbol en el IPC?

Basta seguir los medios de comunicación en este comienzo de año para constatar que el fútbol es una de las mercancías que más interesan a los ciudadanos, una de las pocas que sobreviven a todas las modas y se adaptan a todos los cambios tecnológicos para seguir conquistando la voluntad de sus consumidores o bien porque es tan fuerte esta voluntad que todo lo allana y todo lo rinde, sea técnicamente complejo o dramáticamente voluble. Pocas cosas más constantes que la afición al fútbol. Pocos mercados más florecientes que el de las noticias futboleras. Pocas cosas tan demandadas y cuya oferta no suele ser defraudada. Un simple partido atrasado Real Madrid-Sevilla ha conquistado páginas y páginas de periódicos, minutos y minutos de televisión, supuestamente con la excusa de los bestiales pisotones de Alfaro el Malo y Javi el Peor a Salgado y Ronaldo, que actualizan el lado oscuro de la brillante Liga de las Estrellas, pero en realidad porque llevaba el aficionado ocho o diez días sin imágenes de sucesos sobre el césped.

Tan hambriento de fútbol y tan ayuno de césped se siente el consumidor balompédico, que Ronaldo, Figo y Roberto Carlos, del equipo Nike, junto al pívot Felipe Reyes y el torero Enrique Ponce, han debutado sobre la arena de una plaza de toros para jugar con miles de niños encandilados con el regalo de toquetear a sus ídolos, regalo religiosamente pagado por sus papás, por supuesto. El evento ha conquistado las páginas de propaganda que no se atrevería a soñar el más osado candidato municipal, pongamos Mendiluce. Pero volviendo a la economía, el fútbol como lazo generacional ha sido recientemente actualizado en el anuncio de una tarjeta de crédito que sirve a un papá para gastar en entradas, camisetas, botas, balón y algún otro requilorio futbolero a fin de llevar a su nene al estadio equipado con todos los avíos soñados: “Hay cosas que el dinero no puede comprar; para todo lo demás, Master Card”. Suasorio. Perfecto.

Y siendo uno de los productos cuya adquisición es ya antigua –va para tres generaciones-, fija y creciente en la mayor parte de los hogares españoles, ¿cómo es que no está en el IPC? Bajo el epígrafe de “fútbol” cabe incluir el precio de las entradas y de los abonos, de los partidos de pago por televisión, de los infinitos “gadgets” de los clubes, de la prensa deportiva (eufemismo por futbolera), de los acontecimientos populo-históricos, tipo centenario, de las subvenciones municipales y autonómicas que los contribuyentes dedican al fútbol a través de ediles pródigos y caudillos regionales sin el menor respeto por el déficit cero... Y otros gastos, que llegan implacablemente al epígrafe del Debe mes tras mes y año tras año. ¿Puede hacerse realmente el censo de lo que gasta el ciudadano español sin contar lo que gasta en fútbol? Un espíritu simple dirá que hay que consignarlo al capítulo de “Ocio”. Pero basta ver a cualquier forofo, ritualmente ataviado con los colores de su devoción, para constatar que estamos ante algo más que un pasatiempo, una suerte de religión pagana que obliga a sistemáticos dispendios a todos los bolsillos, sea cual sea su condición económica, cultural y social.

Si la Cesta de la Compra ha incluido por fin el ordenador y los teléfonos móviles, ¿para cuándo el fútbol? Se entiende que el Gobierno huya de esta actualización del IPC como gato del agua fría, pero ¿y la Oposición? ¿Es que nadie quiere hacerse eco del consumo futbolero, del contribuyente que apoquina sus ahorros ante el altar de este Moloch con los pies de barro pero con las botas de oro? ¿Qué contabilidad es ésta? ¡Que alguien dé cuenta real de todos nuestros gastos! ¡Aunque sea Mendiluce!

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