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Federico Jiménez Losantos

El discurso del Rey: la letra, buena; la música, mejor

La Nación está por encima de las formas de Estado, pero para servirla como merece hace falta conciencia de su majestad, de su gloriosa historia.

Acabo de oir en esRadio el discurso del Rey y debo decir que me ha gustado mucho más de lo que esperaba y que en él me han sorprendido dos cosas: que haya sido un discurso y que haya sido de Rey. Ya es la segunda vez – ¡aleluya! - que vemos a un Rey capaz de discurrir o discursear, no de balbucir o balbucear, como hasta hace un año era costumbre. Pero lo novedoso no es que Felipe VI haya asumido en primera persona y como jefe del Estado la defensa del régimen constitucional que la nación española y ninguna otra se dio a sí misma para garantizar, si la Ley se cumple, nuestras libertades. Eso ya sería notable tras los cuatro años miserablemente perdidos por Mariano Rajoy y por el deterioro dramático del régimen democrático en el que tuvo papel destacado e indudable responsabilidad el rey anterior, Juan Carlos I.

Lo sobresaliente, a mi juicio, no es lo político, que es lo que tenía que hacer y ha hecho el primero de los españoles, sino lo simbólico. Es la primera vez en que el Rey habla como Rey, no fingiéndose republicano ni haciéndose perdonar –como en su triste entronización- sino sirviendo a una Corona cuya gloria, que la tiene, es de nuestra nación. Me parece un gran acierto reivindicar el Palacio Real como casa de todos los españoles, porque lo es y porque debería ser considerado siempre así. Pocas cosas más emocionantes he visto en mi vida que las buhardillas de Palacio donde aún se conservan las habitaciones, cocinas, dormitorios, retretes y tabucos de los personajes de Galdós. Porque España no es de hoy. Porque España es realmente magnífica. Y uno de los sitios en que se vive esa magnificencia histórica e íntima es en el palacio Real, desde las cocinas a las buhardillas.

El Rey tiene que hacer de rey. Constitucional, pero Rey. La Corona tiene una importantísima función constitucional, pero también un sentido histórico y simbólico, casi mágico, que debe estar al servicio de la Nación. Y eso no se hace jugando al pequeño burgués o al alto funcionario que no puede ser, sino asumiendo lo que es, que no es poco: Rey de España. Desde la muerte de Franco, que reinstauró la monarquía, los reyes han venido pidiendo perdón por el hecho de serlo, tal vez para ocultar su imperdonable conducta o tal vez por encajar en un país que se avergüenza de sí mismo. Y tal vez la primera medida para acabar con este complejo estúpido que atenaza a los españoles es que el Rey no se avergüence de serlo, porque hacerlo es tanto como avergonzarse de sus connacionales. Bien está que el Rey defienda la Ley, pero para eso está el Gobierno. Lo importante es que, con su comportamiento, defienda la dignidad de la Corona, que es su tarea, su oficio, su honor y su obligación.

Al día siguiente del 23F publiqué en Diario 16 un artículo en el que recordaba, frente a los que se lanzaron al absurdo endiosamiento del Rey, el concepto de don Miguel de Unamuno: "Su Majestad España". La Nación está por encima de las formas de Estado, pero para servirla como merece hace falta conciencia de su majestad, de su gloriosa historia. En esta triste hora de España, el Rey ha sabido demostrarla. Mezquino sería regatearle nuestro reconocimiento.

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