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Aznar tiene, en números contantes y sonantes, la mejor ejecutoria de Gobierno desde el advenimiento de la democracia. Más aún: desde los años sesenta del franquismo no ha habido quizás en todo el siglo pasado una época de desarrollo tan notable como la protagonizada por el PP en sus cinco años largos de Gobierno. Por eso mismo resulta más irritante, más lamentable y, para sus votantes, más imperdonable su actuación en el Debate sobre el Estado de la Nación. La abulia del Presidente, su mezcla de apatía y vanidad, de suficiencia e incapacidad expresiva permitió que Rodríguez Zapatero se consolidase, quizás definitivamente, como líder socialista. Nunca tanto --ocupar el lugar de Felipe González-- resultó tan barato, pero el que ha abaratado el liderazgo político de la Oposición es el propio Presidente del Gobierno.

Tal vez ese sagastismo inducido desde un canovismo innecesario pueda parecer inteligente, incluso una buena inversión. Es posible o, por lo menos, discutible. Lo que no puede ser bueno es que una acción de Gobierno digna de atención y en muchos casos de elogio se presente ante la opìnión pública carente de todo atractivo ideológico, interés social y entidad moral. No es de recibo subir a la tribuna arrastrando los pies, arrastrando una absoluta carencia de ideas y dando la impresión de que los españoles no nos merecemos el esfuerzo y el talento de este Gobierno. Algo que nos recuerda, inevitablemente, al González de 1990, 91 o 92.

La diferencia es que frente al PP y detrás de la fachada enlucida de Zapatero hay un vacío pavoroso y un partido que es poco más que una confederación de tribus pródigas. En cambio, detrás del Aznar que se enfrentaba al envanecido González había una idea de España, un proyecto político alternativo y una alternativa de política económica más liberal o menos intervencionista que la del PSOE. Había además un mandato moral: la regeneración de las instituciones democráticas. Y ello suponía una ilusión para la ciudadanía. Hoy, cumplidos todos los designios del poder del PP, arrumbado cualquier proyecto ético de regeneración institucional, embarrancadas todas las reformas económicas en aras de unos ingresos fiscales suficientes para un desaforado gasto público, hemos perdido la ilusión y ni siquiera podemos confiar en la alternativa. Eso que hemos perdido con respecto al felipismo: entonces al menos podíamos confiar en Aznar. Hoy, ni eso.

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