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Nada han dicho la esposa del presidente del Gobierno ni el ministro de la Presidencia que no sea lo ya sabido y archiconvenido sobre la sucesión de Aznar como candidato presidencial del PP. Sin embargo, cualquier obviedad cobra sentido según el momento y el lugar en que se emite. Y las vísperas del Congreso del PP, que se anuncia como el Congreso del Paréntesis o el Pseudocongreso AMAG (ad maiorem Aznarem gloriam), propician inevitablemente las especulaciones sobre lo que más preocupa a todos los dirigentes del PP, con la única excepción de Aznar, que es precisamente el nombre del sucesor, ya que les esta vedado aspirar a conocer el mecanismo de la sucesión.

Además de tozudez, Aznar ya ha demostrado su obcecación en demasiadas ocasiones como para pensar que puede cambiar de guión sobre la puesta en marcha de lo que no es: el mecanismo de sucesión en el liderazgo del PP —que no piensa abandonar— y sobre lo que realmente es: su salida a hombros de la Moncloa. Esta es la estampa a la que se supedita la estrategia presidencial: ver a todos los suyos, incluido el aspirante a inquilino monclovita, aplaudiendo la falta de ambición del César y su desprecio por los oropeles del Poder. A esa estrategia, que obedece únicamente a sus particulares retos ante el espejo y a viejas e impagables deudas consigo mismo, supedita Aznar el desarrollo normal de un episodio siempre delicado en un partido político: el recambio del líder. En este caso, insistimos, el recambio del presidenciable, porque el Líder sigue.

Es posible que la estrategia le salga bien. Entra dentro de la lógica que encuentre un portillo europeo para hacer una salida “en beauté” y para que su liderazgo no resulte ostensible sobre el sucesor si gana las elecciones, aunque será absolutamente insoportable si las pierde, porque el Jefe de la Oposición será, en su escaño de Madrid o en su cargo de Bruselas, José María Aznar. Lo que es imposible, porque repugna a la naturaleza humana, es que dentro de su entorno, empezando por el más íntimo, la falta de ese mecanismo sucesorio no se vea sustituída por el impulsos de un mecanismo autosucesorio que, además de estar movido por los imperativos de la realidad, obedece a los intereses e impulsos lógicos de quien participa del poder y se ve privado de él al mismo tiempo que el Jefe, sin los consuelos morales que éste busca y sin los remedios materiales que encuentra.

Todo entorno palaciego —y el de la Moncloa lo es, con todas sus figuras características, desde la más a la menos noble— tiende a la continuidad. El sofocante ambiente de elogio interesado y sospecha rinconera se parece al de todos los poderes que se acaban, con su balumba de ambiciones vitalicias y su agencia de expediciones financieras en busca de ese sueldo salvador y filosófico que permita meditar a primeros de mes sobre las vanidades de la vida. Pero para llegar a primeros hay que cobrar a finales y eso el Jefe sólo lo asegura hoy. Mañana es el otro nombre de la incertidumbre. Y como se da la circunstancia de que este presidente ha desplumado concienzudamente y ha arrancado sistemáticamente los galones de todos los posibles sucesores, ¿cómo no prever que cada día que pase se hará más evidente que nadie como Aznar para suceder a Aznar? ¿Cómo no ha de pensar Ana Botella que la solución, que es la sucesión, está en casa?

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