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Federico Jiménez Losantos

En Cuelgamuros nace el sanchismo-leninismo

En una sociedad civilizada, no digamos si se proclama Estado de Derecho, el Gobierno no puede sacar un cadáver de una fosa.

En una sociedad civilizada, no digamos si se proclama Estado de Derecho, el Gobierno no puede sacar un cadáver de una fosa.
La gran cruz y la basílica del Valle de los Caídos. | Cordon Press

La tumba de Franco no debería ser saqueada por Falconetti y la cheka gubernamental por muchas razones. La primera y básica, por civilización: en una sociedad civilizada, no digamos si se proclama Estado de Derecho, el Gobierno no puede sacar un cadáver de una fosa donde lleva medio siglo como venganza por su significado político. Solo podría hacerlo la familia. Y eso, teniendo en cuenta ese significado para la gente que así lo valora.

La segunda es, precisamente el significado político del muerto. En 1936, Franco –como han recordado centenares de militares de todas las armas- era ya el militar español más prestigioso de España, de ahí los encendidos elogios de Indalecio Prieto en Cuenca poco antes de que sus pistoleros asesinaran a Calvo Sotelo y sólo por casualidad no pudieron hacerlo, aunque a sus casas fueron, con Gil Robles y Goicoechea, los jefes de la oposición parlamentaria. Tras organizar la Legión ideada por Millán Astray se desempeñó con extraordinario valor en más de cien combates –por esos méritos de guerra fue el general más joven de Europa-, pese a no ser republicano, aceptó públicamente, por disciplina, el arbitrario cierre de la Academia Militar de Zaragoza, que dirigía. Y en 1934, coordinó desde Madrid, por orden del legítimo gobierno de la II República, la represión del golpe de estado del PSOE y ERC, los mismos partidos que de forma ilegítima, aunque legal, forman la actual mayoría de gobierno con el PNV, los bildutarras y los representantes en España de la dictadura genocida de Venezuela, los comunistas de Podemos. Los que ahora van a desenterrarlo.

En 1936, Franco fue el último general importante en sumarse al Alzamiento, y sólo se decidió tras el asesinato de Calvo Sotelo, como tantos otros, civiles y militares, que formaron lo que pronto se llamó el Bando Nacional en la Guerra Civil. En nuestra guerra, como en la rusa, se decidió fundamentalmente si en España se imponía, como quería el PSOE, un régimen revolucionario calcado de la URSS o si la contrarrevolución lograba impedirlo. Si triunfaron los blancos sobre los rojos fue en buena medida gracias a Franco, que unificó el abigarrado bando nacional, militar y políticamente, y logró una victoria que en 1936 parecía imposible.

El respeto debido a media España

La dictadura que siguió, en sus primeros años, fue una consecuencia directa de la guerra y de la guerra de guerrillas que ordenó Stalin y ejecutó el PCE de Carrillo, duró desde 1945 a 1949 y provocó miles de muertos. Pero durante la guerra civil y la guerra de guerrillas, "el maquis", que los comunistas declararon al régimen para continuar y ganar la guerra perdida en los campos de batalla, Franco no sólo mantuvo el apoyo de la media España que se unió tras él, no con él, y ganó la guerra civil que le habían declarado el PSOE y los partidos del Frente Popular, sino que logró un apoyo pasivo masivo de los que, aun viniendo del otro bando, no querían seguir en perpetua guerra civil.

Ese rechazo fue la base del amplísimo respaldo popular al régimen franquista, que, además, desde 1959 dirigió la política económica más eficaz y próspera de nuestra historia moderna. En dieciséis años, de 1959 a 1975, fecha de su muerte, la España de Franco se convirtió en la octava potencia económica del mundo, y sentó con Ullastres las bases de adhesión al Mercado Común Europeo, clave en la integración política que culminó ya en democracia y a pesar de Francia, con UCD y el PSOE. Sin el "milagro económico" del franquismo es inimaginable una economía española, incluidos los servicios sociales, plenamente integrada en Europa. Por respeto a esa España de Franco, ningún Gobierno debería desenterrarlo.

La Transición enterró el franquismo

Pero hay una razón más que todavía no entienden los defensores del régimen constitucional, y es que no fue la dictadura, sino la Transición, es decir, la democracia, la que quiso enterrar a Franco en Cuelgamuros. Esa Transición incruenta y que incluyó una amnistía general a todos los delitos de sangre cometidos en la guerra y la dictadura, hasta los abyectos etarras, supuso la autodisolución voluntaria del régimen que habían apoyado todos los que con Franco ganaron la guerra. Y eso supuso también el perdón de los vencidos en la guerra civil. Dos generaciones después, cuando media España se había ya casado con la otra media, el perdón republicano, por fuerza o patriotismo, era fácil. Lo difícil, lo milagroso, es que una dictadura militar y civil, con todos los ases en la mano para seguir disfrutando del Poder, lo abandone y lo haga "pasando de la Ley a la Ley", en frase de Torcuato que sirvió al designio del heredero de Franco, el Rey. Y así fue.

Juan Carlos I decidió, como prueba de respeto al bando nacional, el militar y el civil, que dejaba voluntariamente el Poder, enterrar a Franco junto a José Antonio, las dos figuras, mítica e histórica, de la media España que había ganado la guerra y aceptaba la democracia si garantizaba la paz y la convivencia civil. El rey actuó con un gran sentido estético e histórico, no sólo porque la Corona había sido reinstaurada por Franco –no restaurada en la persona de su desnortado y denostado padre Don Juan, un zascandil- sino porque el Ejército de Franco debía convertirse, bajo su mando, en el garante del cambio de régimen. Sin el Ejército, el nacional, el que había, ni hubiera sido posible la Transición, ni la democracia ni la llegada al Poder de la Izquierda, cuya primera manifestación, antes de ganar las elecciones el PSOE, fue ver a La Pasionaria presidiendo la Mesa de Edad de las Cortes y a Carrillo, el genocida de Paracuellos, como figurón del nuevo régimen.

Las mentiras del Izbestia sanchista-leninista

Es mentira como dice el Izbestia (antes El País) que el Valle de los Caídos se levantara como monumento a la victoria del bando nacional –ya sólo por eso merecería respeto- o para enterrar a Franco –todavía más-. La Basílica expresa la idea de reconciliación nacional que en los años 50 tenían Franco, la Iglesia, el Ejército y la gran masa civil que coincidía con ellos en apreciar la victoria o, al menos, los logros sociales del régimen. Si a unos no les gusta, basta con que no vayan a verla. ¿Por qué destruirla?

Si Rivera tiene la idea, cateta y ridícula, de un Arlington manchego, que lo haga donde quiera o le dejen, pero sin profanar tumbas ni memorias respetables. Si Casado recuerda o insiste en recordar que tuvo un tío represaliado por el franquismo, que piense en Paracuellos y se le pasará. Le bastaría recordar –como hacen muchos de sus posibles votantes- que si es católico bautizado es porque Franco defendió a los católicos del genocidio perpetrado y conseguido a medias por los partidos asaltatumbas de hoy. Y que la familia y la propiedad, de la que dimanan todas las libertades y que él también defiende, fueron respetadas y protegidas por Franco y los suyos frente a los que, como los predecesores de Falconetti, querían destruirlas.

¿Qué es el sanchismo-leninismo?

Pero hay algo más, que, enredados como están PP y Cs con el destape bolivariano de Falconetti, no acaban de entender. Si gobierna por decreto-ley contra la Ley, si en tres meses ya ha demostrado que aspira no sólo a cargarse el régimen de la Transición sino a eternizarse en el Poder, ¿a qué esperan ellos para impedirlo?

Recordemos que, de golpe y porrazo, al mejor estilo del Gorila Rojo, el Gobierno de Sánchez y Torra, de Iglesias y los sabinotarras, se ha cargado la patria potestad y la jurisdicción ordinaria en favor de no se sabe qué cuidadoras sociales para vengar a la secuestradora Juana Rivas. Con el Estado de Derecho en manos de su elector Torra, Falconetti, vía Delgado, ha apuñalado vilmente al juez Llarena. Ha tomado, de la mano de Pablenin, RTVE y ha echado a los profesionales que no fueran de su cuerda, en la que se ha ahorcado la noticia del empleo de Begoña como sacamantecas del Erario. Y ha decidido, siempre por decreto, cargarse el techo de gasto, para lo cual la bachillera Adriana Lastra ha decretado que el Senado se opone a la soberanía nacional, que hasta ahora ostentaba con el Congreso.

Antes, Falconetti rompió con el numerito del Aquarius cualquier política contra la inmigración ilegal, negocio de esas ONG para las que atracaba dinero público Begoña, Reina del Estrecho. Antes, el ministro del Interior, fantasma del Marlaska que fue grande, dijo que quitaba las concertinas de las vallas de Melilla y ahora se calla cuando los asaltos son con ácido y heces contra nuestros agentes. En Cataluña, sencillamente, mandan los golpistas. En cultura, han puesto a un Maxi mini, pero que ha dicho tales gansadas sobre Franco y del Valle que sólo la Ignorante Mayor del Reino, Carmen la de Cabra, puede superarlas. Eso sí, con facilidad.

El sanchismo-leninismo es un régimen de arbitrariedad y saqueo de fondos públicos perpetrado por analfabetos. Una tribu de necios que ha descubierto en la superioridad moral de la Izquierda y la omnipresencia y omnipotencia en los medios de comunicación el chollo de su vida, a costa de la ruina de la nuestra. O se les echa cuanto antes o no va a haber manera de echarlos. Ellos quieren hacer irreversible lo que hace tres meses decían momentáneo e instrumental: echar a Rajoy. Lo que realmente quieren es imponer y administrar a conveniencia el régimen que soñaba la ETA y que Roures actualizó en su dacha con Pablenin y Junqueras, el del Pacto del Tinell, del 11M y ZP: una Derecha sin derechos y un Estado sin España.

Lo que no entiende la Derecha

Lo que no entiende el centro ni la derecha, porque no entienden a la Izquierda, es que la cuna simbólica de ese régimen sanchista-leninista, con Falconetti a la cabeza y Pablenin en la sala de edición, es precisamente la fosa abierta, profanada por consenso parlamentario, de Franco. Y que la cuna del populismo instalado ya en La Moncloa es la tumba del régimen constitucional. No sólo porque se cargue el Senado o las leyes a decretazos sino porque impone una legitimidad nueva que parte de la negación del franquismo y de la Transición, de la paz civil pactada hace cuarenta años y refrendada masivamente por la nación en 1978. Por razones morales, éticas y estéticas no debería desenterrarse a Franco. Por razones políticas y de partido, PP y Cs deben impedirlo o, al menos, votar en contra. Si aceptan este trágala siniestro, acabarán tragando lo que venga.

¿Qué vendrá? Fácil es preverlo. Al cumplir 100 años, el PSOE quiso blanquear su pasado de latrocinios con una campaña de carteles que, bajo las enharinadas sienes de González, decían: "Cien años de honradez". Los excomunistas, la única oposición al franquismo, agregaron "y cuarenta de vacaciones". Un liberal añadió: "¡Y ni un minuto más!". Este año, al cumplirse los cuarenta de la Constitución, Falconetti y el régimen de sus enemigos, que eso es el sanchismo-leninismo, dirán también: "Y ni un minuto más". Y se irán a celebrarlo a Cuelgamuros, donde, con la estúpida incomparecencia de la Oposición, nace esta miserable dictadura.

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