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Dice Aznar que el PP “no depende de una persona para su futuro ni debe depender de los proyectos personales”. Lo segundo es cierto, lo primero es falso. Efectivamente, como bien ha dicho el presidente del PP y del Gobierno, las instituciones son las que hacen fuerte a un país, no digamos a un partido. Pero las instituciones siempre están encarnadas en personas, en la política como en el fútbol, y cuando las personas institucionalizan su poder particular hasta identificarlo con el de la institución, los dos aspectos, el personal y el institucional, se mezclan y confunden de forma generalmente perniciosa. Para la institución, casi siempre; para la persona, no, porque es la propia lógica de su ambición lo que le lleva a salirse de sus límites. Pero esa es otra cuestión.

Lo indiscutible es que hoy el PP depende de Aznar. Y que esa dependencia se manifiesta en la incertidumbre sobre su sucesor como candidato del partido a la presidencia del Gobierno, si es que mantiene su promesa de no presentarse por quinta vez a las Generales (conviene recordar que ya lo ha hecho en cuatro ocasiones: en el 89 y el 93, perdiendo; y en el 96 y el 2000, ganando). La minuciosa eliminación de alternativas dentro del PP que ha venido practicando en los últimos años ha tenido tanto éxito que finalmente se ha quedado, como en la novela, encerrado con un solo juguete; en este caso, el del Poder. Los demás niños han renunciado de momento a disputárselo porque él ha cerrado por dentro y con llave la habitación de los juegos; y ha dicho que enseguida dejará de jugar y el caballito lo disfrutará otro. Pero pasan los días --minutos para el de dentro, años para los de fuera-- y la barahúnda infantil, el griterío y hasta los mojicones en la puerta se suceden. ¿A quién le vas a dejar el juguete, Jose? --preguntan los amiguitos al otro lado de la cerradura--. Y como Jose no contesta, suben las voces, aumenta el berrinche, comienzan los empujones, se producen las primeras caídas, suenan sordas las primeras coces. A más silencio dentro, más lío fuera. Normal en la chiquillería, que no deja de ser, a su manera, una institución.

¿Pero cómo continúa el cuento? No se sabe. Tal vez la narradora de la familia, Doña Ana, tenga alguna noticia al respeto, pero incluso eso es harto dudoso. El niño es muy suyo. Mucho. Y en el barrio los pareceres están divididos: hay quien dice que el muchacho no sabe cómo dejar de jugar y salir de la habitación sin que se le echen encima los demás niños y hay quien asegura que nunca pensó en dejar su juguete a nadie y que todo es un truco para que alguien acabe echando a los niños de la escalera para que cese el ruido, y así se quede el pequeño egoísta jugando a solas otra jornada más. De momento, los vecinos no aparecen y la algarabía crece. ¿Acabará rompiendo el juguete la silenciosa criatura? ¿Acabará la excitada cuadrilla cargándose la puerta?

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