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Conocí a Julio Fuentes en sus inicios como reportero, en la revista Cambio 16. Era entonces muy joven –lo ha sido hasta el final– y tenía en la mirada esa mezcla de urgencia y melancolía que distingue a los reporteros de guerra. Quizás en él esa urgencia era mayor porque sospechaba que su tiempo era breve; quizás su melancolía, tan visible en las últimas fotos, era la consecuencia de su vocación, de esa zambullida en los abismos más oscuros de la especie humana que son las guerras. Se había convertido en un gran reportero, en uno de los escasos supervivientes a la guerra y, sobre todo, al efecto letal que sobre cualquier espíritu sensible provoca la convivencia diaria con la carnicería.

Vale decir que Julio Fuentes no había podido sino sobrevivir a ese efecto, pero que en sus reportajes y también en su incipiente carrera como novelista se notaba que en su interior aún había interior y que lo exterior aún no rompía esos delgados puentes con lo particular e íntimo que garantizan la supervivencia del yo. Leí su último y magnífico reportaje sobre las ampollas de gas sarín que él personalmente encontró en un descampado de Afganistán. Me conmueve recordar cómo explicaba del peligro mortal de ese líquido frágilmente amarillo, cuando la muerte le aguardaba a la vuelta del camino. He dicho su último reportaje. Quizás sea el penúltimo. Quizás Julio Fuentes ha seguido escribiendo para él, para nosotros sus lectores, en ese Diario del Más Allá cuya última crónica quisiéramos firmar.