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Federico Jiménez Losantos

La "singularidad catalana" se llama Jordi Pujol

Pujol es la auténtica singularidad de Cataluña. Porque sólo a un ser singularísimo, a un caudillo indiscutido se le deja no sólo mentir sino abroncar.

Pujol es la auténtica singularidad de Cataluña. Porque sólo a un ser singularísimo, a un caudillo indiscutido se le deja no sólo mentir sino abroncar.

El que desde hace unos meses actúa como líder del PSOE y el que dentro de unos días actuará como Ministro de Justicia han coincidido esta semana en la necesidad imperiosa de reformar la Constitución Española para "reconocer la singularidad catalana". Ni el flamante Sánchez ni el nebuloso Catalá han explicado en qué consistiría esa reforma, tal vez porque las constituciones son para defender singularidades individuales, no tribales o regionales; tal vez porque la nación española, formada por los cuarenta y siete millones de singulares individuos que en ella viven, es el único y singular sujeto de soberanía que define la legalidad del Estado.

El largo y brumoso artículo de Sánchez, tan intelectualmente débil que necesitó al día siguiente el apoyo de un editorial de El País, casi tan malo como el artículo, no nos aclaró en qué consiste esa "singularidad" catalana cuyo reconocimiento nos obliga a cambiar la Constitución, seguramente porque para Sánchez es algo previo y mucho más importante que el régimen constitucional de 1978. Tampoco explicó Sánchez por qué la catalana es más importante que la singularidad murciana, madrileña, vasca o navarra, aunque barrunto que a estas dos singularidades últimas el PSOE de Sánchez, como el de González, está dispuesto a concederles los mismos privilegios constitucionicidas. Más grave es el caso de Catalá, que pide reconocer la singularidad catalana porque, en unas clases que fue a dar a ESADE, conoció nada menos que al sentimiento catalán, amén de ricas peculiaridades culturales que convierten la Constitución en una antigualla deplorable y, como mínimo, reformable.

Temo que Sánchez y Catalá sean dos catetos con título universitario, la forma más grave de ignorancia humana y que, sin saberlo, ilustren la fábula célebre:

"Admiróse un portugués

al ver que, en su tierna infancia,

todos los niños de Francia

supieran hablar francés(…)".

Y lo temo porque es habitual que cuando llega un tipo a Barcelona y ve que los que mandan hablan normalmente catalán, queda admiradísimo y, tras la iluminación, hace suyos los tópicos de la propaganda nacionalista, que se resumen en uno: somos diferentes, todos tienen que reconocer lo diferentes que somos, no se puede discutir que somos diferentísimos y que a nadie se le ocurra tratarnos como si no lo fuéramos. ¡Ojito con nosotros, que nos diferenciamos más! Y el cateto universitario de Madrit se asusta.

Naturalmente, cuando alguien reivindica su singularidad es porque quiere exhibir o proclamar su superioridad. Nadie presume de ser distinto y peor que el resto. De ahí que todas las exhibiciones de lo muy diferentes que son los catalanes con respecto al resto de los españoles hayan ido siempre acompañadas de exigencias de antiguos o de nuevos privilegios. Igual que cuando dicen "queremos votar" quieren decir "queremos romper España", cuando piden que se reconozca su singularidad quieren que para ellos no rija la misma ley que para el resto de España. Ellos harán con la legalidad española lo que en cada momento les convenga: aprovecharla o incumplirla. Y chitón: para eso tienen derecho sagrado a la "singularidad".

Pero ya es cierta esa singularidad catalana. Este viernes, pocas horas antes de que Artur Mas rubricara oficialmente el comienzo del golpe contra el Estado Español del que forma parte, el Parlamento de Cataluña demostró que su "singularidad" no sólo existe como "sentimiento" o reivindicación sino que se encarna en una persona con nombre y apellidos, en un caudillo que por más de tres décadas ha convertido Cataluña en una dictadura que se dice democracia, en una legalidad instalada en la ilegalidad, a una política indiferenciable del delito y en una delincuencia inseparable de la política.

La gran mayoría de ese Parlamento catalán –con la excepción del PP pero con la única oposición implacable, creíble y legítima de Ciudadanos- se ha arrodillado ante Jordi Pujol Soley, un evasor fiscal que ha confesado que roba desde hace más de treinta años, un delincuente sin parangón en la clase política europea, un hombre cuyo paso por la Generalidad ha sido un paseo por el Código Penal, el Civil y el Mercantil, un personaje, en fin, que daba lecciones de ética mientras su familia hacía una fortuna de miles de millones de euros con una industria de una sola patente: la patente de corso para cobrar una mordida, coima, trinque o comisión a todo el que quería hacer un negocio, legal o ilegal, en Cataluña.

Jordi Pujol es la auténtica singularidad de Cataluña. Porque sólo a un ser singularísimo, a un caudillo indiscutido se le deja no sólo mentir a todo un Parlamento sino abroncar a los pocos que le critican... y salir a hombros. Pero esa singularidad ha sido reconocida siempre en Madrid, desde donde La Piovra Laiettana extendía sus tentáculos y colocaba sus ventosas: en las Cortes, en el Consejo del Poder Judicial, en la Zarzuela, en la Moncloa, en el IBEX 35, en el Imperio de PRISA, en la Iglesia, en los medios de comunicación… en fin, en cuantos poderes legales o fácticos pudieran hacerle sombra. Unos días antes de su obscena exhibición en el Parlamento de Cataluña, uno de sus hijos, pillado en monumental trinque, salió tranquilamente del juzgado madrileño, sin medidas cautelares, hacia su Ferrari, su mansión y su próxima comisión. Pero ese escandaloso trato de favor a los Pujol es tradición del Gobierno de España, de los jueces de España, de la misma Constitución Española, cuya vulneración se permite desde que Pujol llegó al Poder en 1980. ¿Para qué, pues, quieren cambiarla el flamante Sánchez y el nebuloso Catalá? ¿Les parece todavía poco reconocimiento a tan rica, riquísima singularidad? ¿Es que Cataluña no se ha envilecido lo suficiente? ¿Es que España no se ha humillado lo bastante?

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