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Federico Jiménez Losantos

Lo de Liaño tenía que acabar así

Lo que empezó como un crimen ritual contra el juez Gómez de Liaño, cometido por la facción felipista de los jueces por mandato de Polanco y tolerado en silencio o abierta complicidad por el resto de la judicatura, ha desembocado en una situación idéntica en su significación moral aunque opuesta en su escenificación. Los mismos que negaron el apoyo más elemental a quien lo necesitaba, porque no se atrevían con sus linchadores, se han lanzado ahora en tromba a apoyar a quienes de ninguna manera lo merecen frente a no se sabe quién o qué, quizás sólo su mala conciencia. Pero en el fondo de ambas actitudes –abandono despavorido de Liaño, apoyo incondicional a Cezón y los jueces de la Sección Cuarta de la Audiencia Nacional– subyace el mismo gremialismo, la misma sindicación de intereses tribales, el mismo desprecio por la opinión pública, la misma indiferencia ante la ética e incluso ante la estética.

Es previsible que la representación del juicio a los narcos puestos en la calle por los mismos que debían juzgarlos desemboque en escenas grotescas por los jueces objeto de la querella fiscal y en esperpentos de adhesión por parte de la tribu togada que tan generosamente les apoya. En el fondo, la opinión pública sólo puede entender una cosa: que los jueces en bloque se niegan a admitir que puedan corromperse, lo que equivale a que cualquier corrupción judicial debe ser archivada al ser cometida, puesto que da lo mismo que sea públicamente denunciada y conocida. Los jueces de la Audiencia que pusieron en libertad a los narcotraficantes no merecerían la presunción de inocencia de todos los justiciables ya que sus compañeros les están negando de hecho esa cualidad al rasgarse públicamente las togas por la querella del Fiscal pese a los indicios vehementes de una actuación no sólo ilegal sino delictiva. Pero esta sindicación de intereses que parece una proclamación de impunidades obedece a una misma situación: la poca consideración que la Justicia tal y como es entendida por los ciudadanos que la pagan merece a quienes la administran como si fuera una propiedad particular, vulgo finca. El mal de la corrupción judicial en España es muy hondo y lo que empezó con Liaño sólo podía terminar en este sonrojante episodio. Que, evidentemente, no será el último.

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