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Todas las dictaduras han elogiado sistemática y deliberadamente a los jóvenes, los han halagado, los han promovido, les han entregado grandes parcelas de Poder o al menos de representación por el único mérito de su circunstancia biológica. El Siglo XX, el siglo de los totalitarismos, bate todas las marcas en el ditirambo de la poca edad, porque el hecho de no tener pasado –hecho no precisamente deliberado– los convertía, en los proyectos nazis, fascistas o comunistas, en un proyecto ya presente de futuro. Los comunistas han llevado más lejos que ningún otro movimiento totalitario este culto a los jóvenes a costa de los adultos, empezando por sus propios padres. El niño que denunciaba a sus mayores como contrarrevolucionarios, que era tanto como enviarles al paredón, tenía tratamiento de héroe y se le levantaban estatuas en calles y plazas, desde Moscú hasta La Habana. No era de extrañar, ya que una base esencial del comunismo es la destrucción de la familia y las instituciones naturales para sustituirlas por el Estado. En los “pioneros” de los países comunistas se advierte ese afán genocida del Partido de eliminar todo lo que signifique pasado, memoria, recuerdo, reflexión y reserva. Es más fácil decir “¡Comandante, ordene!” cuando no se tiene nada que perder y muy poco que pensar que cuando la vida ya le ha vacunado a uno de las adhesiones incondicionales. Las juventudes hitlerianas que se inmolaron estúpidamente en torno al bunker del Führer suicida son el mejor ejemplo de las consecuencias de esa política.

Tanto el comunismo como el fascismo, junto al peligro trágico de los adolescentes armados para matar y morir, exhibían el ridículo de los viejales disfrazados de jóvenes para seguir matando y mandando. El culto al cuerpo, a la belleza, al vigor físico quedaba grotesco con los líderes revolucionarios, ya mayores, disfrazados de adolescentes a despecho de las arrugas y los kilos. Pero también en las democracias, por la rebaja en la edad del voto y por el esteticismo juvenilista de la mercadotecnia electoral, la demagogia más burda y el halago más vil a los jóvenes se ha convertido en una norma casi de obligado cumplimiento. La última de Zapatero, prometiendo un Ministerio de la Juventud “para el diálogo” –otra memez “políticamente correcta”–, está en la estela de la nauseabunda y nefasta política del PSOE que tuvo su apoteosis en el Tierno de la “movida” madrileña: “el que no esté colocado, que se coloque y al loro”. El “colocón” de entonces ha desembocado en la drogadicción de dos generaciones y en el culto prácticamente infantil al “botellón”. Y el fomento de lo “lúdico”, en la bancarrota de la educación. Además de auspiciar la botaratada de crear otros Ministerios de tinte biológico, así para la Tercera Edad, los Cuarentones en Crisis o la Edad del Pavo –cuyos problemas son muy distintos de los de la juventud–, la demagogia zapateril suscita una reflexión inevitable: los hay que se hacen viejos sin madurar jamás. Y eso en política suele pagarse con una dilatadísima, interminable estadía en la oposición.


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