Los datos sobre el ahorro español para el próximo año son espectaculares, o, por mejor decir, espeluznantes. No llegará en conjunto al medio billón, se limitará esencialmente a los aumentos del coste de la vivienda, es la cuarta parte de lo que ahorraron las familias el año pasado y la septima parte de lo que se ahorraba hace cinco años, cuando la economía empezó la era de las vacas gordas. Pero mientras el ahorro no sea negocio para los españoles, estaremos abonados a una situación malsana, inevitablemente inflacionista, en la que el dinero circulante se repartirá entre el gasto público y el consumo privado.
Siempre se habla de lo bonito y lo bueno que sería destinar una parte sustancial de la renta a los planes privados de pensiones, al margen de la Seguridad Social. Además de incrementarse sustancialmente el ahorro privado, la inversión de diversificaría y crecería a través de los Fondos de Pensiones, como sucede en los Estados Unidos. Pero mientras los impuestos para las personas físicas y la Seguridad Social para las empresas sigan representando lo que representan en la economía española, el ahorro escaso, escasísimo no es sólo el despertar de una quimera. Es la constatación de que los españoles no se han vuelto definitivamente idiotas, al menos en lo que respecta al bolsillo.
Pese a la retórica, el autobombo y la propaganda, el Gobierno Aznar no ha hecho la revolución fiscal que necesita nuestro país. Preocupado porque le salgan las cuentas -hecho novedoso y encomiable-, pero no porque nos salgan a los ciudadanos, sigue alimentando una voracidad fiscal que ha disminuído ligeramente su presión pero que sigue impidiendo la capitalización del futuro de las familias, abocadas al consumo como única forma tangible de inversión.
El ahorro es sin duda una virtud, pero las virtudes sociales, y no digamos las individuales, nunca se traducen en magnitudes económicas. Si es rentable ahorrar, en pensiones, en casas, en acciones o en oro, ahorraremos. Si está penalizado ahorrar, no ahorraremos. Y si el Gobierno nos deja poco dinero para ahorrar o consumir, elegiremos consumir. Ahora hay menos dinero, así que no ahorramos nada. Lo malo es que tampoco nos ahorraremos una temporada de sermones sobre el carácter benéfico del ahorro por parte de los políticos, los gastadores por antonomasia. Es el impuesto verbal que sobre la desventura material impone la desvergüenza gubernamental. Y así siempre.
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