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La imagen voluntariamente teatral y objetivamente esperpéntica de Arafat a la luz de una vela y con la pistola preparada para el suicidio –“martirio” en la jerga terrorista adoptada ya por nuestras televisiones, siempre tan progres y tan antisemitas- resume perfectamente el dilema insoluble del Cercano Oriente. Que es en principio el drama de Israel, el país agredido por sus vecinos musulmanes desde el mismo día de su fundación, pero también la tragedia de un pueblo, el palestino, a quienes sus dirigentes y los de los países “hermanos” no dejan más camino que el de la miseria y la muerte. La vela de sebo y la pistola para morir, ni siquiera para matar. Para morir matando, en el mejor de los casos, que siempre será el peor.

El responsable primero de lo que está pasando en la tierra de la antigua Palestina es ese viejo terrorista en el que todo achaque moral parece tener representación física. Pero la culpa de que Arafat sea responsable de tantos crímenes y de haber llevado a Israel y a su propio pueblo al matadero no es sólo de Arafat. Los países que lo han tenido como estandarte y espantajo de la “nación árabe”, según les ha convenido en cada caso, han utilizado a los palestinos como chivo expiatorio de su odio a Israel y de su impotencia para destruirlo. Los palestinos han matado y han muerto por el dudoso honor de unos países liberticidas, corrompidos y militarmente nulos que -como Jordania o Siria- no han dudado en masacrarlos cuando se han convertido en un problema interno. Siguen siendo lo mismo: carne de cañón, pero de un cañón que ceban y disparan ellos mismos. El terrorismo como política no merece compasión.

Pero eso es justamente lo que sienten o fingen sentir los países occidentales con Arafat. Y por eso se ha creado el mito de un “interlocutor de paz” palestino que cuando ha tenido ocasión –el generosísimo plan de Ehud Barak hace más de dos años- ha respondido con la “Intifada”, es decir, con el terrorismo generalizado a las propuestas de paz israelí. Arafat es como el PNV en el terrorismo vasco no es parte indispensable de la solución sino una parte esencial del problema. Israel ha acabado por entenderlo así, pero tampoco tiene remedio a corto plazo para ese error, en parte inducido por enemigos y aliados pero también en parte propio, fruto de un análisis erróneo. El remedio, en este momento de transición sangrienta, es todavía parte de la enfermedad. El proceso de paz se ha quedado a oscuras. O sigue como de costumbre: a dos velas.

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