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Federico Jiménez Losantos

Suprema iniquidad, saña suprema

No podemos decir que nos haya sorprendido la decisión de la sala Segunda del Supremo, a la que en el futuro se conocerá como la sala de los bacigalupos o de la prevaricación. De la prevarigalupación, si se admiten los neologismos, o del linchamiento del juez Liaño, si se impone la memoria de la víctima. También puede que en el futuro se refieran a ella como la salita de estar de Polanco, que es al que se rinde satisfacción con esta sañuda injusticia, con esta deliberada carnicería ciudadana y legal.

Para que nada falte en punto a doblez, para que no haya ignominia inédita, el magistrado Martínez Arrieta, ex-esposo de la actual señora de Liaño, la valerosa fiscal Márquez de Prado, no ha tenido el pudor de abstenerse, como había dejado creer días atrás, en una causa en la que por decoro, estando pendiente un lío más que mediano por la custodia de sus hijos, debería haberlo hecho. A la venganza empresarial y a la venganza política hay, pues, que añadir la venganza sentimental. Condenan a Liaño los amigos y colaboradores de Polanco, los jueces colocados en la poltrona por el PSOE y el ex-marido de la mujer del condenado.

La sala Segunda del Supremo ha mostrado, una vez más, suprema saña, suprema iniquidad y como tal pasará a la historia judicial española. No ha dudado en echarle un pulso al Gobierno y en usurpar la facultad del indulto como algo que no depende del ejecutivo sino del judicial. Monstruosa decisión. Ya está claro quién manda en España: el poder judicial, con el legislativo de paquete, asume la función ejecutiva y la pone al servicio del único poder real, o mejor, imperial en la España de 2001: el de Polanco. Aquí se puede matar y robar, secuestrar y cometer cualquier delito. Todo es indultable. Todo, excepto una cosa: pensar, sólo pensar en causarle alguna molestia al intocable Don Jesús merece la máxima pena. ¿Y qué es la máxima pena? Pues en España, en la España de Aznar, la del linchamiento civil. O sea, el Caso Liaño.

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