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En la primera sesión de la jornada de investidura Zapatero no se jugaba mucho, porque lo que tenía que ganar ya lo ha ganado: La Moncloa. Rajoy se jugaba bastante más, porque ha perdido lo que aparentemente tenía ganado y no es fácil que después de una derrota, por injusta que haya sido, un partido se reconozca en un líder sin victorias. Es tarea más ardua de lo que puede parecer que un partido poderoso con una formidable base social y electoral pero que ha perdido al líder que lo llevó al poder y lo ejerció brillantemente durante ocho años reconozca el liderazgo de un sucesor muy bregado en las tareas de Gobierno pero inédito en las de líder de la Oposición, que son radicalmente diferentes. Por eso tenía más que perder Rajoy que Zapatero. Y por eso es el que más ganó.
 
Su primera intervención fue un tanto rígida, sin una sola concesión a la ironía, porque la gran dificultad de Rajoy es convencer al partido y a los votantes del PP de que siendo tan distinto de Aznar no es menos firme, o por lo menos no es tan flojo como propalan sus adversarios internos, que los tiene. En ese sentido, la pieza fue sólida, inteligente y un poco fría, aunque dentro del género implacable que la ocasión política y su situación personal requerían. Pero lo que finalmente retrata al buen parlamentario y al malo son las réplicas, y ahí es donde realmente Rajoy estuvo soberbio, como el gran parlamentario que es, y le ganó la partida a Zapatero. Por cierto que el futuro Presidente del Gobierno no estuvo nada mal para lo poco que tiene que decir, y se le vio con una confianza en sí mismo un tanto hipertrofiada pero que podía haber minado la moral de Rajoy. Fue exactamente al revés. La conciencia de superioridad intelectual y política del político gallego se impuso, ahora sí, a través de una ironía devastadora, desnudando las carencias de Zapatero y de su Gobierno, y terminando en un final casi de apoteosis, silabeándoles a los parlamentarios sociatas las fórmulas no por repetidas menos ciertas que retratan la indigencia del nuevo Gobierno.
 
Rajoy hizo lo que tenía que hacer: darle a sus bases, que son inmensas, la alegría de una victoria moral e intelectual sobre el PSOE, mostrando que ni teme ni respeta a Zapatero, que vale más que él y que no le va a pasar una. No es suficiente para encarrilar una buena labor de Oposición, pero era absolutamente necesario para consolidar su liderazgo en un momento delicadísimo de la derecha española. La verdad es que, dentro de lo que cabe, sus votantes lo pasamos estupendamente. Ya nos tocaba.

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