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No era un día triste, de aguacero gris y claros turbios, como el de hoy en Madrid. Pero el sol, la luz y todos los quehaceres del día habían quedado fuera de la clínica. Y en la habitación apenumbrada, como arrinconado en el pesar que llevaba dentro, estaba el padre de Aznar. Su rostro era como el de uno de esos personajes secundarios que parecen salir del fondo del cuadro y, sin embargo, seguir fuera de la escena. Me lo presentó Miguel Angel Cortés, con quien había entrado a la habitación del Ruber de la calle Juan Bravo, en la misma acera y poco más arriba de las viejas instalaciones de la COPE. Al verle hundido en la silla y después del abrazo de rigor pude comprobar que Aznar estaba todo lo bien que podía estar pero bastante peor de lo que aparentaba. Aun así, no parecía que acababa de nacer de nuevo, que pocas horas antes había salido de un coche destrozado por la explosión con sólo un rasguño en la mejilla derecha. Recuerdo también que hablé con Ana de que el verdadero rasguño se iría abriendo camino por dentro y que eso era lo que había que cuidar más adelante. Y que ella asentía pero como pensando: hemos sobrevivido hoy, que ya es bastante; mañana, Diós dirá.


Entonces fué cuando Cortés me dijo: "Mira Federico, es su padre". Y en el gesto de aquel hombre serio, avellanado y contenidamente trémulo estaba retratado todo lo bárbaro del frustrado asesinato. Es ley de vida que los hijos entierren a sus padres y no los padres a sus hijos. Y esa ley natural de la sucesión de las generaciones que quisieron quebrar una vez más los enemigos de la historia de España tenía como testigos mudos a aquel padre y a su hijo. No recuerdo si hablamos mucho, pero sí lo que había en el fondo de unos ojos aguados, como perdidos en el cristal del tiempo.


Allí estaba su propio paseo por los dominios de la muerte: su padre condenado al paredón dos veces, por los rojos y por los nacionales; allí estaba él, con apenas veinte años, detenido en la checa de Siete Peligros sin saber si el miliciano que por fin le abrió la puerta iba en realidad a abrirle la fosa; allí estaba su marcha al frente, la estrella de alférez provisional, los años de la guerra, el heroísmo, el frío, la miseria, la esperanza; allí estaba la victoria, volver a Madrid, a su Madrid, y otra vez su padre vivo, brillante, de aquí para allá, Madrid, Barcelona, La Habana, Nueva York; y los hijos que fueron llegando mientras él cada día cumplía en la radio con el que siempre consideró su deber de ex-condenado, de ex-alférez, de ex-soldado, que era proclamar la victoria de sus ideas y la supervivencia de los suyos. Pero todos aquellos años de alto bordo y de estiaje, los hijos y los nietos, el pasado y el porvenir habían quedado barridos por el horror en esa mirada acristalada, pero de cristales rotos. Era el viejo horror, el de siempre. El de los padres enterrando a sus hijos. El de la barbarie política.


Ahora pienso que aquella tarde en la habitación del Ruber, en aquella mirada nublada por el susto, había sobre todo un deseo: morir como dicen que ha muerto: con muchos años, en las complicaciones corrientes de una operación, pero siempre antes que su hijo y tras haberle visto llegar a lo más alto. Aquel día tremendo él también nació de nuevo como padre, para que su hijo pudiera cumplir el mandato natural de las generaciones, dar tierra a la tierra y polvo al polvo, cerrar el libro ya leído, terminado. Hoy se puede despedir a un padre que se vió a sí mismo a punto de despedir para siempre a su hijo y que habrá vivido desde aquel día con ese alivio y con ese temor. Mientras la lluvia se desperdiga por los cielos grises de Madrid y los charcos quietos esperan la salida de los niños del colegio, recuerdo al hombre de aquella tarde, también gris, también quieto, también a merced del cielo y de los muchachos. Y estoy seguro de que ha muerto en paz.

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