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Felipe González fundó la Fiscalía Anticorrupción para no hacer frente a las acusaciones de corrupción que anegaban a su Gobierno. Jiménez Villarejo fue la cataplasma oficial para tapar aquella hedionda situación. Algunos dijimos entonces que una Fiscalía Anticorrupción equivalía a confesar que había fiscales que no luchaban contra la corrupción o que la amparaban, de forma que un tribunal especial cuya sola apertura de diligencias contra cualquier cargo público conlleva ya un escándalo era lo menos adecuado para restaurar el prestigio de la Justicia y mejorar el Estado de Derecho.

El funcionamiento de la Fiscalía con dos juristas de partido como Villarejo y Castresana a la cabeza ha demostrado hasta la saciedad que toda precaución era poca y que toda desconfianza estaba fundadísima. La reyerta política contra Cardenal, jaleada por el polanquismo y el felipismo mediáticos, es la enésima prueba de que esa Fiscalía sólo tiene un destino que se compadezca con el ordenamiento legal y con la razón moral: el cierre. Todo lo que no sea eso, será poco. Todo lo que se contemporice, demasiado.