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Puede criticarse al Gobierno del PP que haya tardado tanto en afrontar la reforma de las enseñanzas medias, pero una vez planteada por Pilar del Castillo y una vez exhibida la panoplia de abominaciones analfabetas por parte de Zapatero y la izquierda prisaica, sería estúpido y suicida regatearle el apoyo a unas medidas que aunque insuficientes no son desacertadas y se sitúan en el buen camino de rectificar el inmenso error de la LOGSE, que se ha cargado la enseñanza pública para dos generaciones.

Lo mejor de la reválida es que devuelve el suspenso y la repetición de curso a la enseñanza pública, de donde han sido abolidos por la pavorosa estulticia de la izquierda y la sempiterna pusilanimidad de la derecha. Nadie en su sano juicio puede pensar que ayuda a la educación que los gamberros en clase no sean castigados, que los vagos no suspendan la asignatura y que los ignorantes no repitan curso. Pero esa ley del embudo es la que ha entronizado la Reforma maldita de los pedagogos solanáceos, rubalcábidos y marchésidos, con la inapreciable ayuda de los “gremlins” de Comisiones Obreras y FETE-UGT, esos sindicatos de comisarios políticos que siembran el terror en el profesorado y velan por que la catástrofe se produzca sin perturbaciones. Y lo consiguen.

Estos cambios propugnados por Pilar del Castillo son en sí mismos saludables, pero deberían entenderse como pasos en la dirección del fin esencial de una auténtica reforma educativa: devolver la autoridad al profesor desde la EGB hasta la Universidad, haciendo especial hincapié en el Bachillerato y la Formación Profesional. Y convertir a los inspectores en auditores de la calidad de la enseñanza y no en abogados de inútiles, vagos y gamberros, iletrados todos. El Gobierno no debe tener ningún miedo a la batahola previsible del sindicato de intereses instalado en la enseñanza pública. Como se ha visto en el caso de los rectores, son tigres de papel. Aunque sea papel de “El País”. O precisamente por eso. Rugen, sí, pero fuera del Presupuesto ni son nadie ni son nada.

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