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La administración norteamericana insiste en que la guerra podría ser más larga y más dura de lo que puede pensarse. Es difícil saber si Bush se cura en salud, si previene a su propia opinión pública contra un exceso de optimismo o si realmente está convencido de que la toma de Bagdad puede ser una cruenta y larga carnicería, en el caso de que los sicarios de Sadam deciden morir matando, es decir, haciendo que mueran con ellos miles y miles de civiles, utilizados como "escudos humanos". La cautela de Bush, sea sincera o no, está plenamente justificada. Desde Vietnam, todas las guerras de Occidente se libran ante su opinión pública y generalmente contra ella, porque los medios de comunicación parecen dedicados a socavar las bases del consenso social sin el que resulta difícil que una democracia mantenga un prolongado conflicto militar fuera de sus fronteras. Y casi todos los conflictos que los USA ha librado en los últimos tiempos y librará con toda probabilidad en el futuro tendrán lugar lejos, a veces demasiado lejos de su país como para sentirse cerca de su Gobierno. Ayer Afganistán, ahora Irak, mañana quién sabe dónde lucharán los "marines", pero sabemos seguro contra quién: los terroristas islámicos... y sus aliados occidentales, que no son pocos ni débiles.

Desde que empezó esta guerra, el 11 de septiembre de 2001, hemos sostenido en Libertad Digital que estábamos ante un largo conflicto de alcance mundial y que era preciso mentalizarse para su duración, para sus dificultades y para los obstáculos que tropezaría en su camino, que básicamente son de tres tipos: los comunistas y demás nostálgicos del Muro, los enemigos religiosos de la libertad en Oriente y los miserables oportunistas de todos los colores y tendencias que han hecho de la crítica radical del sistema democrático en el que habitan una comodísima forma de vivir... y de no dejar vivir ni gobernar. Los tres se han dado cita ya en esta guerra y están bien a la vista: los totalitarios de izquierda, agrupados bajo el cartelito de la antiglobalización y el pacifismo, con sus saramagos; los islamistas de casi cualquier tendencia, porque casi ninguna parece compatible con la democracia; y esa progresía occidental que desde gobierno tan corruptos como el de Chirac hasta oposiciones tan rastreras como la española pasando por la movilización de los antiamericanos y antijudíos de derecha, centro e izquierda, han colocado aparentemente contra las cuerdas a la inmensa mayoría de los gobiernos democráticos y occidentales, alineados con los tres históricos protagonistas del Pacto de las Azores. Contra esos enemigos, más que contra Sadam Hussein, tiene lugar esta guerra y por eso su duración es casi tan importante como su desenlace.

La opinión pública que apoya el esfuerzo militar y político de los Aliados se siente cautamente esperanzada ante la posibilidad de que la guerra termine en dos semanas, con el aplastamiento del régimen de Sadam y un mínimo de bajas civiles. No obstante, aunque las noticias no pueden ser más alentadoras, no cabe confiar en que la guerra sea corta. Ojalá lo fuera, porque además de reducir el sufrimiento inocente acabaría con las posibilidades demagógicas de los pacifistas violentos que padecemos. Pero vale más ponerse en lo peor, porque, aún si sucediera lo mejor, una guerra breve, hemos de ser conscientes de que la Gran Guerra del siglo XXI, la lucha planetaria contra el terrorismo antiamericano, antijudío y antioccidental, continúa y continuará. Con los mismos enemigos por delante; y los mismos enemigos por detrás: los peores.

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