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Fernando R. Genovés

Derechos sin límite

Los llamados “derechos sociales” no significan sino una mayor política recaudatoria que todos pagamos y que sólo a unos cuantos beneficia

Una doctrina que viene destilándose en los últimos tiempos desde los cerros del poder, las cumbres del funcionariado y los altos comisionados de la cosa es la relativa a los derechos y su expansión. Sostenida en público con gran ligereza y proclamada con voz engolada y mucha amplificación, da la impresión de contener algo serio, cuando en realidad supera en abstracción el mensaje del ser y la nada.
 
Se diría que ya no caben sorpresas en este mundo maravilloso, en este país de las maravillas, pero de pronto sufre palpitaciones hasta al más templado. Está comprobado: allí donde pasa la intelectualidad dominante ya no vuelve a crecer la hierba del sano juicio. Sus comisarios y comisionados son fácilmente reconocibles porque ocupan mucho espacio y hacen gran ruido. De manera bastante maleducada no responden cuando se les llama por su nombre, y lanzan sobre los demás aquello que les pesa. Componen la gran comedia del pensamiento único, reconocida sin esfuerzo porque, incansablemente, repiten en escena la misma pieza: se consideran a sí mismos la plasmación del único pensamiento con derecho a expresarse. No se conforman con tener toda la representación y quieren más, sin importarles en absoluto representarse en el fondo sólo a sí mismos. Declaran en favor de los derechos y su extensión ilimitada, pero los quieren todos para sí, o al menos gestionarlos.
 
Queda muy bien manifestar de cara al patio de butacas eso de que cuantos más derechos se contemplen, mejor. También que la inflación de prerrogativas no perjudica a nadie porque no cuesta nada y, al fin y a la postre, las disfrutan todos por igual. Como ocurre con los impuestos, mismamente. A ese coro se ha sumado el ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, haciendo una simpática caricatura de la doctrina de los derechos en el marco incomparable de las políticas sociales del actual Ejecutivo.
 
Sostiene Aguilar que, hablando en plata, las uniones homosexuales y heterosexuales son sustancialmente idénticas, y, claro, hasta el más curtido en estos lances se escandaliza al escuchar semejantes procacidades. No obstante, por mucho que se esfuercen algunos políticos por organizar y reglamentar las costumbres de los demás, propiciando fines sociales y “políticas de reconocimiento”, todos acabamos pasando por el aro de la ley. Dentro de nada, por ejemplo, tanto en los banquetes de bodas unisex como entre señoras y señores, sin distinción ninguna, ya nadie va a poder fumarse un puro.
 
Dicho esto, lo más inquietante vino después, cuando agrega el ministro del ramo, sentando doctrina jurídica, que estas iniciativas rompedoras no suponen contradicción con la Constitución, pues en ella no hay indicios que prohíban la extensión de derechos y, además, la ley ¡no impone ninguna obligación! Con la nueva doctrina de los derechos sin límite ni control nadie se siente, pues, obligado a nada; todos toman lo que les parece y aquí paz y después gloria.
 
No suena mal la estrofa. Lo que pasa es que es más falsa que un político en campaña electoral. Las lecciones de ética pública y de políticas públicas que expelen las universidades públicas (y privadas), los medios de comunicación mixtos y los más diversos centros de estudios culturales avanzados (y progresistas) sobre teoría de las generaciones de derechos son pura propaganda, pero alimentan el discurso del poder y aseguran su propio poder. Ya he perdido la cuenta y no sé con seguridad hasta qué nivel de generación de derechos hemos llegado a día de hoy. Yo, como los de mi respetable edad, me quedé en los derechos liberales de primera generación, los derechos individuales de la persona, los de toda la vida, los que protegen las libertades individuales, las únicas que hay, el derecho de expresión, el derecho a la propiedad y esas cosas tan antiguas.
 
Los que piensan que son los únicos con derecho a expresarse y ya lo tienen todo, esto no les parece bastante. Y en nombre de amplias minorías que hasta el momento no se sentían tales, extienden los derechos en progresivas generaciones: derechos sociales, históricos, de colectivos surtidos, territoriales, de los animales y ya no sé que más. En la Comunidad de Madrid, sin ir más lejos, por iniciativa socialista, se trajo a debate hace poco la causa de los árboles, que los pobres también tienen derechos, y alguien exigió sumar a la figura del Defensor del Menor, del Mayor, del Inmigrante y del Transeúnte, el figurón del Defensor del Árbol.
 
Que nadie se llame a error y que los árboles no impidan ver el bosque. La construcción magnífica de un entramado de derechos sin límite es tan peligrosa como una práctica del poder sin límites.
 
Digámoslo de otra manera: la mano que muchas cosas intenta sostener, poco asegura. Así, los denominados “derechos nacionales” de los territorios se erigen a costa de los derechos individuales de la persona. Los llamados “derechos sociales” no significan sino una mayor política recaudatoria que todos pagamos y que sólo a unos cuantos beneficia. Si las lenguas tienen derechos, los hablantes se quedan sin ellos. Los igualitarismos rampantes y particularizantes crecen comenzando por aplastar el principio de igualdad de todos los individuos ante la ley. Y en este plan quinquenal.
 
¿Por qué en la declaración universal de derechos del hombre no pueden verse representadas algunas mujeres? ¿Por qué en la Constitución Española no se sienten reconocidos algunos catalanes, vascos o gallegos? ¿Por qué a colectivos específicos no les basta con que brillen los derechos fundamentales? Ah, muy sencillo, porque han hecho suya la gran virtud cívica que supone instituirse solemnemente en minoría, y si aún no les ha tocado en suerte alguna de las presentes generaciones de derechos, no tienen más que exigir la suya y presionar hasta conseguirla.

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