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Fernando R. Genovés

Una reforma, como mínimo

El ministro de Justicia, José María Michavila, ha dado a conocer su propósito de iniciar un proceso de reflexión pública con vistas a introducir algunas modificaciones a la Ley de Jurado, tal y como hoy está establecida. Para ello, y como suele ser habitual en estos casos, se estudia la formación de una “comisión técnica”, compuesta por jueces, fiscales y abogados, para estudiar el problema. Que se empiece a considerar en serio que la Justicia y la sociedad española tienen un grave problema con esta ley, de presupuestos tan dudosos y resultados tan controvertidos, ya es una buena noticia. Queda, no obstante, por comprobar: primero, la voluntad del Gobierno en llevar adelante lo que de momento no es más que un juicio de intenciones; y, segundo, el alcance de la reforma. O sea, que la cosa vaya realmente en serio.
 
Porque cabe preguntarse si esta actuación del Gobierno popular no será un nuevo “globo sonda” lanzado sobre la corporación interesada y sobre la opinión pública, para así decidir si actuar o no, cómo, cuándo y hasta dónde. Comoquiera que sea, no debería olvidarse que el problema de la Ley del Jurado no deriva tanto de que ya “nos ha dado varios disgustos” y que “no acabe de encajar” —según ha declarado el ministro Michavila— cuanto de sus defectos estructurales y de la filosofía del derecho que la inspira: despotismo ilustrado, revanchismo y anacronismo. Una ley que dice pretender la consumación de una justicia popular y democrática, mientras moviliza a los ciudadanos para que participen en ella contra su voluntad y les incita a que tomen la Justicia en sus manos, es una ley que no sólo falla a menudo en sus sentencias, sino, sobre todo, que da pena.
 
De momento, la revisión prevista apuntaría tan sólo a tres aspectos relativos a la constitución del Tribunal: sustituir el actual modelo “puro” por el mixto; permitir que los acusados puedan elegir ser juzgados por magistrados o por jurados; y reconocer la capacidad libre de las personas seleccionadas para rehusar a formar parte del Tribunal, por razones de conciencia. Y todo ello contemplado, para no crear alarma social, en el horizonte de la próxima legislatura, o sea, sin prisas ni juicios rápidos: “desde la reflexión y la serenidad”.
 
Reparemos ahora tan sólo en la tercera circunstancia. ¿Es que aún se tienen dudas acerca de la virtualidad y virtud de coaccionar ¡desde la propia Administración de Justicia! a los ciudadanos para actuar contra su voluntad e interés? La objeción al servicio militar obligatorio se estableció en España, no sin conflictos, como paso previo a su supresión: ¿por qué no ahorrarse ahora el ínterin? Además, la propuesta anunciada resulta insuficiente, amén de ambigua. En la actualidad, los jueces ya están capacitados para admitir la objeción de conciencia en los casos que consideran procedentes. La Audiencia Provincial de Madrid, por ejemplo, eximió en septiembre de 1999 a un sacerdote de formar parte de un Tribunal de Jurado bajo el argumento de evitarle “un conflicto moral” y “un grave conflicto de conciencia”. Una medida ésta adoptada de manera generosa y como una excepción que ofende y agravia al resto de la ciudadanía. ¿Tendrán que pasar los futuros aspirantes a jurados una prueba de conciencia?
 
A la espera, pues, de que se decidan a reformar (o abolir) la institución, la perspectiva que les queda a los ciudadanos para librarse de la obligación de juzgar resulta muy apasionante: incumplir la ley o hacerse cura.

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