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Fernando Serra

El espectáculo

Decía Guy Debord en La sociedad del espectáculo que “lo más moderno es también lo más antiguo” y, aunque este pensador de los sesenta se escandalizaría tal vez de aplicar sus palabras a la globalización, o a la antiglobalización, la verdad es que estamos asistiendo a un espectáculo que, escenificado con un guión y actores algo renovados, ofrece las escenas de siempre.

Los actores del primer acto son los activistas que entran en escena cada vez que se produce una reunión internacional de importancia, la primera en Seattle y la última ahora en Genova, y que pretenden salvar a los desposeídos de la tierra del maligno capitalismo que ahora llaman globalización. Su espectáculo es más circense que teatral y como los más rancios izquierdistas no quieren que los países pobres, víctimas precisamente de su no globalización, abran sus fronteras al comercio internacional ni que los capitales busquen inversiones más rentables aprovechando las ventajas comparativas en las regiones que ofrecen costes laborales más bajos, pudiendo estos países salir así del túnel de la miseria. Es decir, como los anticapitalistas de siempre, los antiglobalizadores de ahora demuestran su preocupación por la pobreza con propuestas que sólo servirían para extenderla más. Afortunadamente, son los no globalizados los más interesados en ser globalizados.

Payasos de un circo ambulante, estos activistas son herederos de la globalización que sus países vivieron hace 40 u 80 años cuando, como en España, sus abuelos salieron de la pobreza gracias a que las multinacionales extranjeras deslocalizaron su producción y a una liberalización del comercio y de la contratación laboral por encima de las fronteras. Es decir, estos niños ricos se oponen a que los pobres accedan a los beneficios que ellos disfrutan, pero han perdido los papeles en los que los antiguos revolucionarios apuntaban la receta con el modelo alternativo a este perverso sistema globalizado. Estando tan cerca el colapso de los países socialistas y la miseria galopante de los que todavía perduran, nadie se atreve a leer esta parte del guión. Lo mejor es por tanto “ni capitalismo ni comunismo”, al estilo del más puro fascismo.

El segundo acto del espectáculo lo protagonizan los políticos de izquierdas y los llamados intelectuales progresistas, los encargados de interpretar el mundo aunque, como dijo Marx, lo importante sea transformarlo. Aquí los papeles están bastante bien repartidos. Por un lado, los actores ortodoxos, es decir, los antiglobalizadores sin paliativos, como José Saramago, Viviane Forrester o, en nuestro país, Rafael Sánchez Ferlosio o Eduardo Haro Tegglen, que esgrimen supuestos argumentos económicos que sólo demuestran su absoluta ignorancia en esta materia.

Mejor representación, al menos más novedosa, ofrecen los políticos y comentaristas que se sitúan en la llamada tercera vía y que, siguiendo la estela del socialismo liberal, hacen un denodado esfuerzo por compaginar conceptos e ideas que chocan estrepitosamente, un esfuerzo en el que también colabora El País ya que es raro el día en que no aparezca un articulo que apoye esta difícil tarea. Rodríguez Zapatero es un actor destacado de esta comedia y declara que está a favor de la globalización ma non troppo, Joaquín Estefanía desafina por la izquierda, pero el espectáculo más divertido ha tenido lugar en un curso realizado en El Escorial, titulado Globalofobia y Globalofilia, y organizado por representantes del tándem Prisa-Psoe.

Mantener sólo algunas de las muchas contradicciones allí defendidas puede conducir al diván de un especialista. Con cierta lucidez, los organizadores del encuentro aseguran que la globalización es parcial ya que solamente se benefician de ella las zonas desarrolladas del planeta, pero su deseo de añadir un condimento liberal al guiso socialista les lleva a decir que ello es precisamente lo que despierta las protestas de los antiglobalizadores. O sea, que los activistas de Génova, contaminados también por el “pensamiento único”, rompen los escaparates para que los países pobres se globalicen y, por ello, los responsables del curso proponen que se les llame “globalizadores alternativos”.

Más coherente con la ideología intervencionista de estos socialdemócratas renovadores es la idea, muy extendida también en las filas del centro derecha, de que la globalización evitaría sus supuestos efectos perversos si es dirigida por instancias políticas ya que, de lo contrario, escapa a todo control democrático y se muestra como una fuerza extraña. Les debe parecer insuficiente el intervencionismo que encierra la Política Agraria Común y sus nefastas consecuencias sobre los países atrasados. Tampoco entienden que un capitalismo globalizado es precisamente el resultado de las libres y continuas decisiones que toman miles de agentes individuales –productores, distribuidores, consumidores, inversores, trabajadores, accionistas, etc.– cuando participan en los mercados desregularizados y ahora más internacionalizados. Efectivamente, lo más moderno es también lo más antiguo.

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