Peter Schwartz es presidente de la junta directiva del Ayn Rand Institute y en un artículo titulado La amenaza del Estado paternalista denuncia las restricciones a la libertad individual que van imponiendo los gobiernos de todos los signos con la excusa de proteger nuestra vida, nuestra salud e incluso nuestro dinero. Pone como ejemplos el uso obligatorio del cinturón de seguridad y el casco para circular, la prohibición de fumar en sitios públicos e incluso privados, y las restricciones que sufren las tabacaleras para anunciarse. Schwartz cree que los siguientes pasos del bondadoso Estado son cuidar nuestros ahorros e incluso nuestra apariencia física.
Nos cuenta, por ejemplo, que el Estado de Nueva York ha amenazado con demandar a Citibank por comercializar unas tarjetas de crédito que pueden ser usadas en los casinos de Internet y que, al parecer, excita el vicio de los ludópatas. Y que ya se habla de nuevos impuestos contra la “comida basura” porque la obesidad parece ser el nuevo campo de actuación del Estado protector. Algunos abogados norteamericanos, con larga experiencia en demandas contra las tabacaleras, se frotan las manos ante el nuevo negocio que se avecina denunciando a empresas de la industria alimenticia de ser responsables de esta “enfermedad”. Lo sorprendente es que compañías como Coca-Cola y McDonald’s están reaccionando con complejos y, en lugar de defender el derecho a establecer relaciones libres con su clientes, regalan podómetros y preparan campañas publicitarias contra el exceso en la comida.
Tiene toda la razón Peter Schwartz cuando asegura, como conclusión, que “si queremos preservar nuestra libertad, debemos defender el derecho de las empresas a producir bienes que la gente voluntariamente desea pagar, y el derecho de cada persona a actuar como le plazca”. Pero no basta con reivindicar que la libertad tiene, en efecto, una condición previa que es el reconocimiento de la capacidad de tomar decisiones aunque sean equivocadas y otra posterior que supone la obligación a asumir las consecuencias de estas decisiones, es decir, la responsabilidad.
El problema resulta mucho más complejo y, lo que es peor, la solución termina siendo inalcanzable porque la frontera entre lo público y lo privado está ya totalmente desdibujada y pervertida. En efecto, los argumentos que convencieron a los tribunales para obligar a las tabacaleras a pagar millonarias indemnizaciones a los fumadores, y que dado los buenos resultados utilizarán ahora contra la industria alimenticia, es que estos “indefensos” enfermos representan un coste para la sanidad pública. Poco importa ya que la relación quede establecida en una esfera en principio totalmente privada como cuando una tabacalera contrata con un periódico la publicidad, cuando un aficionado al juego acepta una tarjeta de crédito que le ofrece un banco o incluso cuando un fumador consume dos cajetillas diarias en su casa y tiene además un seguro médico particular.