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Fernando Serra

Nacionalismo y soberanía nacional

Con tantos vasos comunicantes que tienen y han tenido el nacionalismo y el socialismo, es fácil comprender que Izquierda Unida se identifique tanto con el nacionalismo más radical y que el PSOE sienta una atracción irrefrenable hacia los nacionalismos

Lo llevamos oyendo durante mucho tiempo y en el reciente debate del llamado plan Ibarretxe se ha insistido en ello machaconamente: la derecha se enfrenta a los nacionalismos radicales con otro nacionalismo, el nacionalismo español, tan rechazable y excluyente como los primeros. Existen, sin embargo, dos versiones de esta falaz idea. Una la sustentan los mal llamados nacionalismos democráticos y, según esta interpretación, el nacionalismo español actual es una herencia del franquismo. Frente a este nacionalismo antidemocrático –”rabiosamente nacionalista” como lo definió el amenazante Erkoreka Gervasio del PNV–, los vascos y catalanes defienden otro nacionalismo que fue aplastado por la dictadura y que tiene por tanto un pedigrí democrático e incluso moderno. Desde esta perspectiva, es fácil comprender que ante un nacionalismo español, rabioso y vástago del franquismo, haya surgido otro violento y radical, una mera desviación del llamado nacionalismo democrático, su hijo rebelde. La otra versión es la que presenta a ambos nacionalismos, el español y el periférico, igualmente intransigentes y con aspectos tan negativos que se alimentan mutuamente a causa de la continua confrontación que protagonizan. Ante ello, la alternativa es situarse en un punto equidistante. No hace falta decir que en esta posición intermedia y equilibrada se quieren colocar los socialistas.
 
Lo que interesa destacar ahora es que estas interpretaciones del nacionalismo, o de los nacionalismos, encierran una total confusión sobre la naturaleza de un fenómeno que envenena como pocos la convivencia. En un reciente artículo, Edurne Uriarte ha querido echar un poco de luz en este tremendo desconcierto pero dudo de que sea acertado denominar, como ella hace, nacionalismo español a la defensa de la soberanía nacional o, simplemente, de la Nación. Dice Uriarte que “existe un nacionalismo español, sí, aunque algunos prefieran llamarlo patriotismo constitucional, y consiste en el conjunto de sentimientos y creencias alrededor de la centralidad de la nación española para la articulación territorial de nuestro Estado”. A lo mejor sólo se trata de un simple problema semántico y es posible llamar a todo nacionalismo aunque haciendo una distinción entre un nacionalismo bueno, el centrado en la supremacía de ciudadanos libres e iguales ante la ley, y uno malo, el excluyente o radical. Pero debajo de esta denominación común tiene que existir una diferencia más de fondo, de naturaleza.
 
Las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa –aunque ya contaminada esta última por ideas totalitarias– significan la crisis definitiva del poder absolutista y teocrático, apareciendo en su lugar la soberanía nacional como encarnación de la supremacía del individuo, del ciudadano. La Nación, que entonces no se distingue del concepto de pueblo y de incluso Estado, estará formada por una comunidad de ciudadanos que libremente deciden definir un marco de convivencia, es decir, elaborar, acatar y defender unas leyes y una constitución en primer lugar. Esto ya se conoce sobradamente, pero hay que destacar que también la era moderna se inaugura con el reconocimiento de la soberanía del individuo en su actividad social y económica, por lo que el derecho a la propiedad privada y la libertad de contratar trabajo, capital y mercancías terminan siendo parte indisoluble de la legitimidad constitucional.
 
Sin embargo, frente al Estado de Derecho y a la libertad económica surgen dos enemigos que van a ser capaces de dominar todo un siglo: el nacionalismo y el socialismo. Aunque no idénticos, ambos comparten los mismos odios, la industrialización y el libre mercado; idéntico objetivo, regresar a una sociedad precapitalista, e igual principio, que el individuo deje de ser soberano para quedar otra vez sometido, esta vez al grupo, a la raza, a la clase social, al Estado o a la nación en minúscula. Es, en una palabra, el nacionalismo comunitario que tan fácilmente converge con el socialismo y termina engendrando el monstruo: el nacional socialismo. Johann G. Fichte, uno de los padres del nacionalismo “moderno” y que Engels consideró inspirador del comunismo alemán, fue tan enemigo de la libertad individual como defensor de la economía planificada. No hace falta irse tan lejos. El insigne Sabino Arana elabora su demencia racista con los últimos vestigios del carlismo, ese movimiento que tanto añoró el viejo régimen y que despertó las simpatías de Marx.
 
Con tantos vasos comunicantes que tienen y han tenido el nacionalismo y el socialismo, es fácil comprender que Izquierda Unida se identifique tanto con el nacionalismo más radical y que el PSOE sienta una atracción irrefrenable hacia los nacionalismos excluyentes. Pero es de naturaleza tan radicalmente opuesta el nacionalismo y la defensa de la soberanía nacional, que es difícil admitir que puedan denominarse con la misma palabra.

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