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Fernando Serra

Otra vuelta al pasado

Esta idea parte de un error de principio y es considerar que el interés de la propiedad capitalista, indisolublemente unida al beneficio empresarial y al poder de decisión que se puede delegar o no, es el mismo que el del trabajador

El buen rollito que existe entre Gobierno y sindicatos tal vez no sirva para mantener abiertos los astilleros públicos porque en este caso la normativa comunitaria juega en contra. Pero no sucede lo mismo con un tema del dialogo social que actualmente mantienen estas dos instancias junto a la patronal CEOE como convidado de piedra.
Efectivamente, una de las mesas de trabajo que los agentes sociales discuten en este momento es la adaptación a nuestra legislación de dos directivas comunitarias que obligan a que representantes de los trabajadores participen en el consejo de administración o en el órgano de dirección equivalente cuando la empresa asuma el estatuto de Sociedad Anónima Europea
 
Es cierto que las sociedades, tanto anónimas como de responsabilidad limita, son libres –aunque a cambio de ciertas ventajas– a la hora de acogerse a este estatuto y que sólo está pensado para compañías europeas que cuenten con filiales o sucursales situadas en otros países miembros de la UE distintos del que se encuentra su domicilio social. Aun así, la reforma, que es inevitable, supone un primer paso de una reivindicación histórica de los sindicatos y va mucho más allá de la obligación de informar y consultar con los trabajadores sobre cuestiones decisivas de la gestión empresarial como establece el Estatuto de los Trabajadores.
 
Así pues, esto de la cogestión empresarial nos llega de esa "vieja Europa" que tanto le gusta a ZP y que, efectivamente, tiene cierto arraigo legal en algunos países con fuerte tradición socialdemócrata, como Dinamarca, Suecia, Noruega y sobre todo Alemania, país este ultimo en donde se implantó para la siderurgia en 1951 y se extendió en 1976 a todas las empresas con más de 2.000 empleados. Al margen de que algunos cavernícolas vean en este sistema una vía hacia "la toma del poder de la clase obrera" inspirándose en la autogestión yugoslava, los defensores no marxistas de la reforma argumentan que, al sentirse los empleados más integrados en la empresa por participar en sus órganos de dirección, su motivación sería mayor y aumentaría entonces la productividad del trabajo.
 
Esta idea parte de un error de principio y es considerar que el interés de la propiedad capitalista, indisolublemente unida al beneficio empresarial y al poder de decisión que se puede delegar o no, es el mismo que el del trabajador. Mientras que el primero se centra en la revalorización del patrimonio invertido y está irremediablemente unido a la continuidad de la empresa a largo plazo, el segundo estriba en una mayor retribución inmediata o puede dirigirse hacia una revalorización de su capital humano que se realizaría obteniendo un puesto de trabajo mejor o cambiando de empresa. Por ello, los estudios empíricos realizados entre empresas europeas que han practicado la cogestión por imperativo de leyes intervencionistas han demostrado que disminuye la eficiencia, decae la inversión y se crea menos empleo.
 
Pero la mejor demostración de que esta idea de la cogestión tan aparentemente progresista es en realidad profundamente retrógrada se encuentra en la propia historia de la empresa mercantil en Occidente. Eso que algunos llaman "capitalismo popular" supone una dispersión de la propiedad en múltiples accionistas –junto a un desarrollo paralelo del mercado bursátil– y también se ha producido un aparente distanciamiento entre propiedad y gestión  –junto a una creciente responsabilidad incluso patrimonial de los administradores–, pero la empresa moderna y eficaz es más que nunca un "conglomerado de contratos de propiedad" que mantiene una estrecha unión entre capital invertido, apropiación del beneficio y poder de decisión mediante una estructura jerárquica, lo que a su vez posibilita reducir costes y aumentar la división del trabajo. Pues bien, este proceso se ha producido de forma espontánea desde la antigua empresa controlada por un único capitalista-patrón y eliminando por ineficaces los múltiples centros autogestionados que había al inicio de la Revolución Industrial. Se calcula que en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX más de un tercio de las empresas manufactureras eran cooperativas.
 
Ninguna crítica cabe hacer a un modelo de gestión empresarial que suponga la entrada de trabajadores en los órganos de administración si la decisión es libre y voluntaria, pero imponer obligatoriamente este sistema es volver al pasado. Lo único que no está claro es si se trata de un pasado decimonónico o más cercano al ser Mussolini o José Antonio los inspiradores. O tal vez los sindicatos no sean tan retrógrados y su guía sea Hugo Chávez, otro enamorado de la cogestión.

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