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Fernando Serra

Venganza contra el consumidor

“Entendemos ahora que hemos obrado mal y pueden estar seguros de que mi hija no lo hará más”. Así se ha expresado la madre de una niña de 12 años, quien a su vez ha declarado: “lamento lo que he hecho, no quiero perjudicar a los artistas que amo”. La acusación no se conforma con este tipo de arrepentimientos y asegura que “ya sabemos que muchas personas van a decir: ‘No fui yo, fue mi hijo’, pero alguien tiene que responsabilizarse”. Algún inculpado se niega, sin embargo, a ello, como un abuelo de 71 años acusado de permitir a sus nietos que utilicen el ordenador cuando le visitan. “Yo no he hecho nada –afirma- y no me siento responsable en absoluto". Los denunciantes se muestran, no obstante, magnánimos, y prometen rebajar las penas a los que públicamente manifiesten arrepentimiento y, especialmente, a los que delaten y desvelen la identidad de otros “culpables”.

Aunque lo parece, todo esto no está sucediendo en un país sometido a un régimen de terror sino en la Norteamérica liberal, y el acusador no es el famoso fiscal Vychinski de los Procesos de Moscú sino la poderosa RIAA, que reúne a las cinco principales discográficas –BMI, EMI, Universal, Sony y Warner. Los reos convictos, y confesos en algunos casos, son unos consumidores rebeldes que, aprovechando los avances tecnológicos, han infringido al parecer la legislación sobre propiedad intelectual de Estados Unidos al compartir voluntariamente y de forma privada los archivos musicales de sus ordenadores mediante los llamados P2P, prefiriendo consumir así la música de sus ídolos en lugar de gastarse 15 o 20 euros en un CD. Estos consumidores son, como decía Mises, “unos jerarcas egoístas e implacables, caprichosos y volubles, desconsiderados y duros de corazón, difíciles de contestar, sólo interesados en su personal satisfacción, que no respetan derechos adquiridos, y que traicionan a sus proveedores en cuanto alguien les ofrece cosas mejores o más baratas”. No resulta extraño que un reciente estudio señale que a casi el 70% de los internautas norteamericanos que descargan música a través de Internet no les preocupa si la música está protegida o no.

Pero las compañías discográficas, en lugar de comprender que en una sociedad libre y abierta es imposible doblegar la voluntad de los cada vez más insumisos consumidores, y que sólo cabe adaptarse a sus deseos, se han lanzado a una demencial e inútil guerra contra ellos. Parece que pretenden vengarse por haber conquistado una excesiva soberanía y por destronar a los monarcas productores. Y no menos disparatados están siendo los pronunciamientos de algunos tribunales de justicia. Han admitido, por ejemplo, 261 demandas interpuestas por la RIAA contra consumidores que intercambian ficheros de música y que podrían ser condenados, según una interpretación de la legislación norteamericana sobre derechos de autor, a pagar nada menos que 150.000 dólares por cada canción compartida; han obligando en otros casos a que los servidores delaten a los usuarios sospechosos, y han sancionando también a cuatro universidades con multas de entre 12.500 y 17.000 dólares por permitir el intercambio de ficheros en sus centros.

Como los despropósitos no suelen aparecer aislados, algunas discográficas manifiestan una declarada fobia contra la tecnología culpando a Internet de la bajada de ventas, postura que es compartida por no pocos cantantes “progresistas” que ven peligrar sus abultados bolsillos. Esta es justamente la postura contraria de la que debería tomar la industria discográfica si no quiere darse de bruces contra una tendencia imparable que anuncia, según un reciente estudio de Forrester, que en cinco años el 33% del consumo de música procederá de las descargas debido al incremento de conexiones de banda ancha y a una mayor memoria de los ordenadores. Y las películas ya empiezan a colarse por este cuestionado canal de distribución. Existen, sin embargo, algunas experiencias prometedoras que pretenden aprovechar el desarrollo tecnológico, en lugar de oponerse a él. Más que la bajada de precios, éste parece ser el camino más apropiado. Ello supone desarrollar nuevas formas imaginativas de distribución para superar las que resultan a todas luces obsoletas y, sobre todo, invertir en la búsqueda de ofertas de música on-line que atraigan a los consumidores por el valor añadido que brindan. Las discográficas deben comprender que en una economía de libre mercado resulta cada vez más evidente que sólo subsisten los que saben atender los deseos de los consumidores y no los que se enfrentan a ellos.


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