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Florentino Portero

El fin de una ilusión

La razón por la que Rodríguez Zapatero tiene un puesto reservado en la Historia de España es por ser él quien dirigió la destrucción de esa obra política, que tantas ilusiones había despertado y tantas horas de trabajo había requerido.

Desde fines de los años sesenta, la entonces oposición democrática al Franquismo tenía claro el objetivo fundamental de la diplomacia española tras la restauración de la Monarquía: romper el aislamiento y situar a España "en el lugar que le correspondía" en el concierto de las naciones. ¿Qué suponía eso? Sin precisar demasiado, entrar en la Europa Unida e incorporarse al pelotón de los destacados; mantener unas relaciones preferentes con Estados Unidos, rentabilizando los viejos convenios en materia de defensa que no siempre resultaron cómodos; refundar el vínculo histórico, cultural, económico y diplomático con las repúblicas de América Latina, viciado desde tiempos pasados tanto por una presencia menguada como por idearios antidemocráticos; actualizar la relación especial con el Mundo Árabe, haciéndola compatible con el reconocimiento del Estado de Israel y con la entrada en el proceso de convergencia europea; y, por último, dotar a nuestras empresas de una plataforma institucional capaz de favorecer la necesaria expansión internacional.

A ese lugar fuimos capaces de llegar gracias al trabajo realizado por Gobiernos de la UCD, el PSOE y el PP. Se cometieron errores y faltó valor y conocimiento para realizar reformas aún pendientes, pero llegamos adonde queríamos. La razón por la que Rodríguez Zapatero tiene un puesto reservado en la Historia de España es por ser él quien dirigió la destrucción de esa obra política, que tantas ilusiones había despertado y tantas horas de trabajo había requerido.

Por una parte quiso desmarcarse de la herencia legada por Aznar, que consideraba contaminada de valores conservadores. Por otra, renunció a fundamentar su actividad sobre los intereses nacionales para caer decididamente en los brazos del voluntarismo y los prejuicios ideológicos. Faltó en todo momento sentido de la realidad y sobró talante adolescente, ignorancia e inmadurez. Fracasó en lo básico: no fue capaz de dotar a la acción exterior de una nueva doctrina diplomática. Para la progresía postsocialista, la coherencia es otro resto de esa España rancia que se quiere superar, pero sin coherencia no hay política que valga, no hay obra que se sustente.

España no está en el pelotón de cabeza de la Europa Unida, sino en la cola, formando parte del grupo que pone en peligro la pervivencia del euro; en Washington hemos perdido la relación preferente, estamos pero no contamos; en América Latina ya no sabemos qué decir ni cómo dar sentido al sistema de cumbres; en el Mundo Árabe nos metimos en un callejón sin salida con el lío de las civilizaciones, el relativismo... para acabar perdiendo el norte.

Sólo cabe la refundación de nuestra acción exterior y ésa no es tarea fácil.

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