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Francisco Cabrillo

Colbert, ministro de Cultura

Con el nombre de “colbertismo” ha pasado a la historia un conjunto de doctrinas que constituyen la máxima expresión del mercantilismo. Colbertismo significa proteccionismo aduanero, empresas públicas, control estatal de la economía y regulación hasta el más mínimo detalle de la mayor parte de las actividades productivas que puedan llevarse a cabo en un país.
 
Jean-Baptiste Colbert tiene el dudoso honor de haber dado su nombre a esta serie de ideas. Nació Colbert en Reims, el año1619, en el seno de una familia de comerciantes. Pronto entró en contacto con la administración del rey, y se integró en el círculo del entonces todopoderoso Cardenal Mazarino. A la muerte del cardenal entró al servicio directo de Luis XIV y fue, durante muchos años, el máximo responsable de la administración económica y las finanzas de la corona.
 
Aunque Colbert centró su actividad en estos temas, su gestión fue más allá en muchas ocasiones. Llevado por su afán de regular la entera vida de Francia, pronto se dio cuenta de que el mundo de las artes y las letras tenía gran importancia y no convenía que quienes a él se dedicaban no estuvieran también bajo la supervisión del rey y sus ministros. Nunca hasta entonces un ministro había prestado tal atención a estas actividades. Las academias, que habían nacido como entidades más o menos independientes fueron férreamente reorganizadas y controladas. Y lo mismo se hizo con la vida teatral de París. Esa mezcla de regulación y subvenciones que hoy atenaza la vida cultural de no pocos países encontró en el ministro francés un valedor decidido.
 
Con una fe sorprendente en el monopolio, obligó Colbert a varios teatros hasta entonces independientes a fusionarse en unos solo. Y fue éste el origen de la Comedie Française, cuya actividad estuvo, desde el principio, fuertemente reglamentada y en cuya financiación pasó a desempeñar un papel importante el dinero de los contribuyentes. Pero no sólo fue el teatro recitado el objeto de sus desvelos. A Colbert le gustaba también la ópera, por entonces una actividad que estaba prácticamente en manos de artistas italianos. Suele considerarse al abate Perrin como al autor de la primera ópera francesa. Colbert pronto pensó que no podía dejarse asunto tan importante al margen de la regulación y concedió a Perrin un monopolio para este tipo de representaciones. Años más tarde, cuando Perrin se arruinó, vendió su monopolio a un músico italiano, que pasaría a la historia de la música con el nombre francés de Jean-Baptiste Lully. Este, propietario del derecho de exclusividad en representaciones, obtuvo también el derecho a fundar la Real Academia de Música, entidad a la que, a su vez, se le atribuyó la potestad de autorizar cualquier actividad musical en la que intervinieran más de dos instrumentos.
 
Como es fácil de imaginar, cualquier pretensión de independencia u originalidad en el mundo de las artes y las letras desapareció de Francia. Todo debía hacerse de acuerdo con los principios e instrucciones emanadas de los órganos de poder. Lo mismo que un gremio de tejedores no podía cambiar el tipo de tejidos que fabricaba y la tecnología utilizada para ello sin el correspondiente permiso, los artistas se convirtieron en disciplinados productores de obras sometidas a los cánones marcados por las academias.
 
De Colbert se han dicho muchas cosas a lo largo de la historia. Pero creo que una de las más justas sería reconocer sus méritos como el primer ministro de cultura en el sentido moderno de este término. No sabemos en qué grado el general de Gaulle tendría en mente a este personaje cuando, cometiendo uno de los mayores errores de su vida política, creó para Malraux el Ministerio de Cultura e inició así la tendencia de los gobiernos franceses contemporáneos a controlar el mundo literario y artístico. Pero no me sorprendería que, tras esta decisión, estuviera, como ángel custodio, el fantasma del viejo ministro de Luis XIV.
 
 

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