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Francisco Cabrillo

La momia de Jeremy Bentham

quien quiera recibir una inspiración directa de las ideas de nuestro economista, puede acudir a la capital británica y conversar, cara a cara, con su momia

La gran aportación de Jeremy Bentham al pensamiento económico fue la idea de que todos realizamos un cálculo de “placeres” y “dolores” a la hora de adoptar una decisión cuando se nos plantea la disyuntiva de hacer o no hacer una determinada cosa. En términos más modernos diríamos que lo que llevamos a cabo es un análisis coste-beneficio. Pero la esencia del razonamiento es la misma: sólo realizaremos la acción proyectada si la utilidad esperada de ésta es superior a su coste esperado. La búsqueda de la utilidad se convierte así en el objetivo principal de la conducta humana. Lo que significa que sin los escritos de Bentham resultaría muy difícil entender la evolución de las ideas económicas a lo largo de los dos últimos siglos.
 
Si Bentham se hubiera quedado en este punto no habría podido diseñar, sin embargo, el gran programa de reforma social en el que trabajó la mayor parte de su vida. Porque lo que realmente quería nuestro personaje era cambiar la sociedad de su época. Y, para ello, dio un salto fundamental en su razonamiento. Si cada uno lleva a cabo su particular cálculo de placeres y dolores, el gobernante debe hacer algo semejante; y su guía de actuación política debería ser la búsqueda de la mayor felicidad para el mayor número de personas. Y para ello, el gobernante dispone de un gran instrumento, la ley, que debe orientar en el sentido adecuado.
 
Nació Jeremy Bentham en Londres el año 1748 en el seno de una familia conservadora y adinerada. Desde pequeño destacó como niño excepcionalmente dotado para el estudio. Estudió derecho y a los veintiún años entró en el colegio de abogados. Pero no era la práctica de la abogacía lo que más convenía a su carácter. Jeremy había estudiado derecho con Sir William Blackstone, seguramente el jurista más famoso de la tradición del common law; pero sus ideas en nada le convencieron y, desde muy pronto, tuvo una visión del mundo jurídico muy distinta de la de Blackstone, que le llevaría, entre otras cosas, a defender un modelo de legislación basado en la redacción de códigos, tendencia que cobraría mucha fuerza en Europa desde la publicación del Código Civil de Napoleón.
 
En un momento dado su vida cambió, ya que hizo un descubrimiento fundamental. En sus propias palabras, se dio cuenta de que llevaba en sí la ciencia de la legislación. Y esto debe resultar bastante duro, porque una persona en tales circunstancias sin duda se siente obligada a redactar todo tipo de normas legales, es decir, constituciones, códigos y leyes que regulen todos los aspectos de nuestra vida. Era muy joven todavía cuando acompañó a su hermano a un viaje a San Petersburgo. Y en sus maletas llevaba ya un proyecto de código para ofrecer a la emperatriz. Más adelante su actividad en este sentido fue inagotable. Y al cabo de algunos años se encontró con el mejor de los mundos posibles para un legislador vocacional como él, ya que la independencia de las colonias españolas en América le ofreció la rara oportunidad de encontrar muchos potenciales clientes para sus proyectos de reforma legal.
 
No cabe duda de que Bentham tenía una opinión bastante elevada de sí mismo; y pensó que, al igual que sus ideas, su cuerpo debería pasar a la posteridad. Y para ello dejó claramente establecido en su testamento lo que habría que hacer con él. Los resultados están aún a la vista. El visitante curioso puede contemplar en el University College de Londres una especie de armario de madera, cerrado con cristal en su parte delantera en el que se exhibe el cuerpo momificado de Bentham, vestido con su propia ropa. La figura está sentada con un bastón en su mano izquierda, junto a una pequeña mesa. La cabeza de la figura está cubierta con un sombrero de alas anchas. Pero no es la cabeza de Bentham, sino una reproducción realizada con cera. La idea era, en principio, incluir la cabeza original debidamente tratada, a la que se deberían haber colocado unos ojos de cristal. Y se cuenta que Bentham, cuando encontró unos ojos que, en su opinión, eran realmente eran adecuados para ser colocados en su cabeza momificada, los llevó en su bolsillo durante muchos años. Pero las cosas no salieron de acuerdo con los planes, ya que la cabeza original quedó muy dañada en el proceso de su preparación y fue sustituida por la que hoy podemos contemplar. Sin embargo, la universidad decidió conservar aquélla y se la colocó a los pies de la figura.
 
Lo malo fue que la cabeza exenta se convirtió en algo muy tentador para los estudiantes del King’s College de Londres, que la robaron en diferentes ocasiones. Y se dice que una vez fue encontrada en la consigna de la estación del ferrocarril de la ciudad de Aberdeen. Y la leyenda cuenta incluso que llegó a ser utilizada como pelota por los universitarios del siglo XIX. Como se trataba, sin duda, de usos muy poco honorables para una parte del cuerpo de un personaje tan relevante, la dirección del College decidió finalmente que la cabeza original fuera guardada en un lugar seguro en el propio edificio.
 
Falleció Bentham en 1832 a los 84 años, edad muy avanzada para la época, tras haber escrito una extensa obra, que, en buena medida, fue publicada sólo después de su muerte. Y gracias a su previsión –y a su propio ego– quien quiera recibir una inspiración directa de las ideas de nuestro economista, puede acudir a la capital británica y conversar, cara a cara, con su momia. Es probable que, al volver a casa, sienta una tentación irresistible de escribir un proyecto de código civil.

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