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Francisco Cabrillo

Monsieur de Montchrétien, fabricante de guadañas

Pocos nombres han pasado a la historia del pensamiento económico con menos merecimiento que el de Antoine de Montchrétien. Nuestro personaje publicó el año 1615 un libro titulado Tratado de Economía Política. La obra no tiene mayor interés desde el punto de vista del análisis económico. Es un texto mercantilista radical, rabiosamente intervencionista y partidario ferviente del proteccionismo en el comercio internacional. Pero en él se utilizó, por primera vez, un término que, con el tiempo, haría fortuna: “economía política”. Y ésta es la principal razón por la que hoy nos acordamos del señor Montchtrétien.
 
El que sus aportaciones a la ciencia económica no fueran esxpecialmente brillantes no significa, sin embargo, que el personaje en sí no sea digno de alguna atención. En realidad, pocos casos encontraremos que ofrezcan una experiencia vital tan adecuada para figurar en una colección de historias pintorescas.  Nacido en Normandía el año 1575, su primera vocación fue, sin duda, la literatura; y en sus años jóvenes escribió poesía y teatro, con un nivel de calidad nada despreciable. Pero  el joven Montchrétien tenía demasiada personalidad y energía como para llevar la vida de un escritor dedicado a la elaboración de su obra. Tenía apenas treinta años cuando tuvo que escapar del país tras un duelo. Tras vivir cinco años en Inglaterra y Holanda, pudo por fin regresar a Francia; y se planteó entonces arreglar su vida casándose con una adinerada viuda normanda. Dado que la literatura nunca ha sido un buen negocio, no es sorprendente que buscara un medio de vida más seguro, que en su caso fue la ferretería. Poco después de su boda, fundó, en efecto, una fábrica de guadañas y cuchillos, que financió con el dinero aportado por su esposa.
           
Si hubiera sido un hombre  más sensato de lo que era, se habría quedado viviendo felizmente de las rentas de su negocio. Pero los asuntos públicos le atraían demasiado para ello, y pensó que su deber era escribir un libro en el que explicaría al rey de Francia la mejor forma de gestionar la economía de su país.  La prosperidad del reino, en su opinión, una mayor participación de la corona en cuantos asuntos tuvieran alguna relación con las actividades económicas que se desarrollaran en Francia. Y esto, para él, significaba un control férreo de la vida económica misma; y, desde luego, la exclusión de los productos extranjeros del país. Con un profundo espíritu patriótico, sentía cómo su sangre hervía de indignación cuando veía a algún campesino francés utilizar una guadaña que no había sido fabricada en el país, cuando podía haber comprado alguna de  las producidas en su  empresa, que tenían la garantía de ser auténticas guadañas francesas. Su opinión sobre quienes no eran franceses era, podríamos decir, ligeramente chauvinista. “Todo lo que es foráneo nos corrompe”, llegó a escribir. Y hay que reconocer que no carecía de ingenio para insultar a la gente de otras naciones. En su opinión, todos los extranjeros “son sanguijuelas que se adhieren a este gran cuerpo francés, chupan su mejor sangre y se atiborran de ella; después dejan la piel y se desprenden”.
           
A pesar de decir tales disparates, o tal vez por ello, Montchrétien podría haber hecho una buena carrera en la Francia de la época. Después de todo, las conclusiones que se derivan de las ideas económicas del famoso Colbert no eran muy diferentes. Y sólo medio siglo más tarde, el colbertismo sería la fuente de inspiración de buena parte de las reformas que se introducirían en la economía francesa. Pero nuestro economista tomó entonces una decisión que a su amado rey de Francia le gustó muy poco. No sabemos cuándo Montchrétien se  hizo hugonote. Pero el año 1621 participó en una sublevación protestante en Normandía. No tuvo éxito el intento y, junto con la de muchos otros hombres, su agitada vida terminó en uno de los combates que pusieron fin a la revuelta. No fue, después de todo, una mala forma de morir, si pensamos en lo que habría podido haberle sucedido de haber sido cogido prisionero con vida. Unos días después de la derrota de los hugonotes, un tribunal decidió que su cadáver fuera arrastrado y descuartizado. Y, para completar la sanción ejemplar, mandó quemar los restos del cuerpo y esparcir sus cenizas. Sic transit gloria mundi.
 

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