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Francisco Capella

El botellón colectivista

Después de mucho tiempo de adoctrinamiento obligatorio disfrazado como educación pública, no es extraño que los nefastos resultados de la ideología colectivista se extiendan por toda la sociedad: el sistema de enseñanza estatal transmite las ideas dominantes, equivocadas o no, y premia a los que se adaptan a ellas. El botellón juvenil sólo es un síntoma más de la socialdemocracia, que niega los derechos individuales de propiedad y no quiere ver las consecuencias de hacerlo: se promulgan falsos derechos que en realidad sólo sirven para generar más conflictos y dependencias; al individualista se le tacha inmediatamente de egoísta y antisocial, así que lo aceptable es formar parte del rebaño sin resaltar, confundiéndose con los demás, aborregándose; la responsabilidad está mal vista, el agresor es una víctima de la sociedad y los agredidos unos intolerantes. Muchos jóvenes no actúan como individuos, sino como masa, porque les enseñan a hacerlo así, desde el igualitarismo. No les enseñan espíritu crítico y análisis lógico, lo cual es normal, ya que destruiría el actual sistema de paternalismo y despotismo estatal.

Ninguna persona tiene derecho a agredir la propiedad de otra, y los ruidos excesivos y la suciedad son claras agresiones. Los residentes desean tranquilidad y limpieza, a los cuales realmente tienen derecho. El bebedor callejero cree que tiene derecho a la diversión, a hacer ruido en plena noche y a ensuciar la calle (orines, vómitos, cristales, restos de bebidas), que ya la limpiarán otros. Curiosamente, los que pagan impuestos son los agredidos; mientras que los agresores reciben todo tipo de mimos y subvenciones. Además de obligarles a limpiar lo ensuciado y a reparar sus destrozos, una buena lección para uno de estos rebeldes de poco cerebro sería convertir su habitación en una pocilga, estropear sus pertenencias más queridas, impedirle dormir cuando desee hacerlo y quitarle su dinero: así tal vez entienda los problemas que está causando a otros. Pero la ley les enseña que no pasa nada, que vale todo, y que si además son menores, son intocables.

Como las calles son públicas, los ayuntamientos, teóricos propietarios, deben decidir entre los usos conflictivos de las mismas, pero lo hacen de forma uniforme para todos, sin permitir decisiones locales más informadas y con mejores incentivos. Además no son eficientes en la utilización de sus fuerzas de seguridad. Si las calles son privadas y se respeta el derecho de los propietarios a imponer normas de comportamiento y a excluir a quienes consideren conveniente, quien decida vivir en un área determinada sabe a qué atenerse según las reglas y costumbres locales; a los alborotadores, a los delincuentes y a todos aquellos que no son bienvenidos simplemente no se les permite el acceso, y así se evitan los conflictos.

Los jóvenes amantes de la juerga callejera pretenden que no tienen alternativas y que deben ser los poderes públicos los que les resuelvan sus problemas. Si los bares de copas son tan caros o no son de su agrado, ¿no será eso una oportunidad de negocio para jóvenes emprendedores? ¿No pueden buscarse un empleo con el cual financiarse su esparcimiento sin recurrir a la confiscación del dinero ajeno? ¿No hay cines, teatros, espacios naturales, bibliotecas, instalaciones deportivas, domicilios particulares donde organizar fiestas privadas?

Los políticos se ofrecen para "resolver" los problemas que ellos mismos han causado. Los poderes públicos, en lugar de enseñar la importancia del derecho de propiedad, de no agredir a los demás, recurren una vez más a la moralina puritana y a medidas prohibicionistas absurdas: prohibir el alcohol a los menores de edad significa provocar una transición brusca y arbitraria a la mayoría de edad, se pasa instantáneamente de la prohibición absoluta al todo vale, no es posible el aprendizaje gradual en el seno familiar. Como con todas las drogas, los mayores problemas vendrán de su ilegalización. La inmadurez y la estupidez del que no sabe controlar el alcohol son propiciadas por los propios gobernantes que tratan a los ciudadanos como niños incapaces.

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