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Nicolás Sartorius, vicepresidente ejecutivo de la socialista Fundación Alternativas, asegura que "Hay que gobernar la globalización". Es típico de los intervencionistas informar a la plebe de lo que "hay que" hacer: recurren a una forma impersonal cargada de imperativo moral para ocultar que en realidad se trata de que unos pocos tienen que mandar y muchos tendrán que obedecer, porque cuando alguien gobierna, otros son gobernados. Y casualmente quienes mandarán serán ellos, los socialistas de todos los partidos; simplemente porque por su esencia los liberales no aspiran a dirigir las vidas ajenas, sino que respetan su autonomía.
Los colectivistas disfrazan su ansia de poder sobre los demás de actos de responsabilidad. Señalan una ardua tarea presuntamente imprescindible y se ofrecen implícitamente para realizarla: "la sociedad de la globalización está sin Gobierno y, en consecuencia, todo desarreglo, disfunción, especulación, trapacería o violencia puede encontrar su asiento sin mayor impedimento". Ni se plantean la alternativa intelectual de que la globalización sea un orden espontáneo, resultado no diseñado de las interacciones voluntarias de enormes cantidades de individuos, que no sólo no necesita la manipulación política sino que sistemáticamente la sufre. Insisten en que los problemas son globales ("la selva en que se ha convertido el mundo económico internacional"), sin ver que son ellos mismos quienes los han causado o agravado.
En un ataque de realismo, Sartorius reconoce que "sería ingenuo pretender que pudiésemos contar con un ‘Gobierno mundial’ democrático". Pero si el mundo es quizás demasiado, "sí sería factible ir creando grandes áreas de gobernanza democrática, con libertad comercial y cohesión social". Bien por la libertad comercial; pero lo que entiende por cohesión social no es la tupida red de relaciones libres de todo tipo (afectivas, comerciales, solidarias) que mantienen unidas a grandes cantidades de personas interdependientes, sino la redistribución coactiva de la riqueza desde "contribuyentes netos", tales como "fondos de convergencia".
La sensatez no es su fuerte cuando tiene la enorme desvergüenza de culpar al mercado libre de las grandes guerras mundiales. Cuesta creerlo, pero aquí está: "hubo una época en que, a nivel del Estado nación, imperaba el ‘dejar hacer, dejar pasar, pues el mundo caminaba por sí mismo’, y ello condujo a conflictos sociales internos y guerras externas". Ante una acusación tan grave y tan falsa sólo parece posible en un descerebrado o un indeseable, no aparece ni un argumento explicativo de cómo la libertad lleva a la guerra. Nada más que insistencia en la estulticia: "Se comprendió que era necesaria una cierta dosis de intervención de los poderes públicos para corregir los graves desbarajustes que producía el mercado dejado a su libérrima inclinación".