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Fundación Heritage

Usar la fe para validar el terrorismo

Occidente “no quiere ni que digamos las palabras ‘enemigos de Alá’”, se quejaba el clérigo saudí Musa Al-Qarni recientemente en la televisión del gobierno saudí. Pero agregó: “Así está fijado y establecido en el Corán...”

Clifford D. May

La Santa Inquisición española, la Guerra de los 30 años, la masacre de Pottawatomie de John Brown, los ataques terroristas del Ejército Republicano Irlandés (IRA), el atentado de Oklahoma City, son sólo unos pocos ejemplos de la violencia usada por extremistas que encontraron inspiración en su fe cristiana. Los radicales judíos han justificado su violencia contra los árabes citando la “guerra santa” que Dios ordenó a Israel que librase contra los de Canaán por la posesión de la tierra prometida. Más recientemente, en 1994, Baruch Goldstein, un judío profundamente religioso, asesinó a 29 musulmanes que rezaban en una mezquita de Hebrón. Los kamikazes de la Segunda Guerra Mundial estaban religiosamente motivados. Y fueron miembros de Aum Shinrikyo, una rama del budismo japonés, los que liberaron gas venenoso en el metro de Tokio en 1995.Ha habido terroristas hindúes (la palabra en inglés “thug” significa rufián y hace referencia a los que mataban en honor de la diosa hindú Kali); y también han habido suicidas con bombas sijs. Aquellos que piensan que el islam es la única religión que causa extremismo y matanzas necesitan pensárselo otra vez.
 
Pero seamos claros, el islam no es – tal como se alega repetidas veces— una “religión de paz”. En realidad la sola idea es absurda, tomando en consideración que el profeta fundador del islam fue un guerrero de los más exitosos en la historia, estableciendo un imperio que se extendió desde España hasta el Pacífico Sur. Osama ben Laden  no ha “secuestrado” el islam al igual que no lo hizo Hitler con la cultura germana o Lenin con el carácter distintivo de los rusos. Más bien Hitler y Lenin hicieron florecer lo más feo de la estructura de sus naciones. Igualmente ha hecho ben Laden invocando las doctrinas más radicalmente xenófobas del islam para legitimar un despiadado ataque contra todos los que se nieguen a aceptar su autoridad, todos los que él demoniza como “infieles”.
 
Hoy en día, la aplastante mayoría de cristianos modernos rechazan el fanatismo religioso representado por el Ku Klux Klan y Timothy McVeigh. La mayoría de judíos condena a los extremistas religiosos como Meir Kahane. Pero aunque las recientes encuestas han encontrado que el apoyo para el atentado suicida ha bajado en la mayoría de países musulmanes, no está muy claro que la mayoría de los musulmanes rechace inequívocamente a los que asesinan niños en nombre del islam y las muchas quejas del islam. Y eso no se aclarará mientras los comentaristas de la televisión árabe alaben a los asesinos de civiles iraquíes. No quedará claro mientras que los clérigos musulmanes sigan haciendo llamamientos para la yihad contra Occidente desde la ciudad santa de La Meca.
 
Occidente “no quiere ni que digamos las palabras ‘enemigos de Alá’”, se quejaba el clérigo saudí Musa Al-Qarni recientemente en la televisión del gobierno saudí. “Ellos no quieren que digamos que los judíos y los cristianos son los enemigos de los musulmanes y los enemigos del islam”. Pero agregó: “Así está fijado y establecido en el Corán...” También podemos escuchar la retórica del odio y la incitación al terrorismo en Al-Manar, la televisión de Hizbolá, desde los mulás regentes en Irán y hasta en la Autoridad Palestina del “moderado” presidente Mahmud Abbás. “Por Alá, llegará el día en el que gobernemos el mundo entero otra vez” decía Sheikh Ibrahim Muayris de la Autoridad Palestina el mes pasado.
 
Hay voces del islam que son moderadas, reformistas pero hasta ahora no han sido tan ruidosas o tan enérgicas como las del wahabismo, rama fundamentalista del islam que surgió en la Arabia del siglo XVIII. Un arreglo cerrado entre los wahabistas y la Casa de Saud los llevó al auge en el siglo XX en lo que hoy llamamos el reino de Arabia Saudí. Los wahabistas dieron la ratificación religiosa a la Casa de Saud; a cambio los príncipes saudíes han financiado generosamente a los wahabistas, con la enorme riqueza derivada de la venta del petróleo de Arabia a los infieles. Para ser justos, el proselitismo wahabí siempre ha sido nocivo, por lo general se quedaban a punto de hacer llamamientos por una guerra santa total contra los mejores clientes y frecuentes protectores de los saudíes, Gran Bretaña y Estados Unidos. ¿Qué hizo que eso cambiara? Las ideas que se entremezclaron con el wahabismo a principios del siglo XX, las ideas que inspiraron en gran medida a los movimientos nazi, fascista y comunista, las ideas fomentadas por grupos radicales como la Hermandad musulmana y teóricos radicales como Sayyid Qutb. 
 
El punto es éste: Así como Torquemada no es el modelo a seguir para el comportamiento cristiano, así como los judíos no tienen que emular a los zelotes, así como no hay nada en el shintoísmo o el budismo que impida que Japón viva en paz con sus vecinos, igualmente los musulmanes no tienen la necesidad de adoptar una interpretación de su religión que esté llena de odio, que sea bárbara e incompatible con la libertad, la democracia y los derechos humanos. No es inevitable que los musulmanes se unan a ben Laden, tal como él predice, en un choque apocalíptico de civilizaciones con la intención de regresar al mundo del siglo VII como los fanáticos sueñan que debe ser. Hay una alternativa a la guerra musulmana contra el mundo libre: Los musulmanes pueden unirse al mundo libre en vez.
 

Ni el islam ni ninguna otra gran religión ha sido siempre pacífica en el pasado, Pero no deberíamos necesitar de un profeta para ver la necesidad de tolerancia, pluralismo y coexistencia pacífica en nuestro futuro.

 
©2005  Scripps Howard News Service
©2005 Traducido por Miryam Lindberg
 
Clifford D. May, antiguo corresponsal extranjero del New York Times, es el presidente de la Foundation for the Defense of Democracies, un instituto político especializado en terrorismo.
 

Libertad Digital agradece al Sr. May y a la Fundación Heritage el permiso para publicar este artículo.

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