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Algo sobre tortura y terror

Es un hecho que la guerra contra el terror que libran los americanos, incluyendo los episodios bélicos de Irak y Afganistán, es una de las más limpias en ese aspecto que registra la historia

La tortura es abyecta, abominable, una bajeza que degrada al torturador y lo pone al nivel de los peores totalitarios y del más cruel primitivismo.
 
Afortunadamente es del todo ajena a nuestra experiencia personal y damos por supuesto que nunca nos la encontraremos en nuestras vidas. Sentirlo y decirlo es una manera completamente gratuita de contarnos entre los buenos. Nos compromete a escandalizarnos cuando sea preciso y denunciar indignadamente a los que no son como nosotros. Y así es como debe ser.
 
Lo que ya no es tan barato es señalar algunos desagradables hechos que desgraciadamente elevan el coste de la virtud hasta el punto de que pueden llegar a trasmutarla en hipocresía. Y eso ya es para muchos intolerable. El señalador que los señalare malvenido será. Sus palabras están inexorablemente destinadas a la tergiversación y él a ser arrojado a patadas del reino de los buenos. Pero los hechos hechos son por más que nos agüen la fiesta.
 
Es un hecho que no hay guerra sin malos tratos, llegando a la tortura y a los fusilamientos de prisioneros. La guerra es una actividad brutal y con toda facilidad se convierte en embrutecedora. Rodeados de muerte, la vida se deprecia. Quedan en suspenso muchas normas de civilidad cuyo objeto es preservar la vida y ofrece oportunidades a sádicos y asesinos, mientras que pone en situaciones límite a gentes normales. Por todo ello sólo se admite como último recurso y el supuesto básico es que hay males todavía peores.
 
Es un hecho que las democracias se esfuerzan por respetar y hacer cumplir las leyes de la guerra y contener y limitar el embrutecimiento que lleva consigo, pero  es cierto también que experimentan el imperativo universal de no desmoralizar a quienes exige que vivan en situación angustiosa,  llegando a pedirles el sacrificio supremo. Las democracias investigan, acusan y condenan a los infractores pero también, en mucha menor medida que otros regímenes, en ocasiones muestras cierta lenidad o hacen la vista gorda. Todas las democracias, en todas las guerras sin excepción, porque ello es inherente a la guerra, una de sus miserias atenuables pero no evitables.
 
Es un hecho que la guerra contra el terror que libran los americanos,  incluyendo los episodios bélicos de Irak y Afganistán, es una de las más limpias en ese aspecto que registra la historia. Increíble si uno se atiene a los medios de información pero cierto. Por supuesto, comportamientos delictivos ha habido, prácticamente todos revelados por la propia administración.
 
Pero esa misma administración ha recurrido a interpretaciones legales enormemente restrictivas, o expansivas según se mire, aunque puntuales, explicables en los primeros momentos de desconcierto ante una guerra de un tipo nuevo, con unos enemigos que no aparecen claramente tipificados en los convenios internacionales, pero que no se justifican desde un punto de vista jurídico o moral y proporcionan una inmensa baza a la propaganda antiguerra. Los que creemos que la lucha emprendida es justa, legítima, legal y estratégicamente indispensable, de manera que una derrota sería una catástrofe para la causa de la paz y la civilización, debemos rechazarlo y denunciarlo.
 
Hacerlo no es fácil en el clima creado por los que insaciablemente se regodean en esas miserias porque su prioridad absoluta es ver al gigante americano humillado, y no tienen reparo en exaltar a sus enemigos como heroicos resistentes sin mostrar preocupación por los veinticinco asesinados de hoy, los treinta y dos de ayer, los cuarenta y siente de antes de ayer, los veintinueve del día anterior etc., hombres y mujeres, viejos y niños, civiles todos, por el delito de asistir a una boda o un entierro, estar en la cola de una gasolinera o acudir al culto de una mezquita. Y en la inmensa mayoría de los casos pertenecer a la mayoría chií de Irak.

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