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De aquellos polvos vienen estas nacionalizaciones

A nuestros empresarios el liberalismo les sirve como discurso, para defenderse de unos impuestos elevados o de una interferencia contraria a sus intereses, pero por encima de todo buscan la ubre protectora del Estado.

Mientras España se debatía en una guerra civil, el general Franco envió a América Latina a un puñado de hombres con la misión de propagar el credo falangista y transformar la viejas colonias en un espacio común que, bajo la hegemonía de la Nueva España, pusiera fin a la nefasta influencia del ideario liberal y de su máximo representante, Estados Unidos. Desde aquellos tiempos hasta fechas próximas la diplomacia española entendió que la posición de España debía ser estar siempre al lado del nacionalismo latinoamericano, por muy disparatado que fuera el gobierno en cuestión, y en contra de Estados Unidos.

El modelo entró en crisis durante los gobiernos de Felipe González. Las políticas de "doble rasero" ensayadas en un primer momento –jugar a la revolución y desfogarse en aquellas tierras mientras por aquí trataban de atenerse a la moderación europea– entraban en conflicto con los intereses nacionales. González comprendió que debía entenderse con sus equivalentes en Washington y que, cada vez más, las empresas españolas requerían de seguridad jurídica, de mercados abiertos y de políticas económicas solventes.

Con Aznar llegó el gran salto adelante de nuestra economía y, con él, la entrada masiva de capital español en aquellas tierras. Había liquidez y resultaba más fácil invertir en América Latina que en otras partes del mundo. La lengua común era un factor muy importante en una clase empresarial que no andaba sobrada de recursos lingüísticos. El vacío dejado por la retirada de las empresas norteamericanas, tras sucesivos desaguisados económicos, deuda galopante y populismo ofrecía un espacio libre a un precio asequible. Por entonces ya resultaba evidente que el primer objetivo de España no era ganar la simpatía de los gobiernos de turno, como venía ocurriendo desde los años del Franquismo, sino asegurar los ahorros de los españoles y los activos de nuestras empresas.

Se acabó el sonreír al caudillo de turno para pasar a exigir garantías a nuestras inversiones, una gestión profesional de la política económica y una política arancelaria más abierta. Para poder lograrlo era necesario coordinar esfuerzos con la otra gran potencia inversora en la región, Estados Unidos, y con los organismos internacionales apropiados: Unión Europea, Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial. Los resultados están a la vista, un período de desarrollo económico.

Mientras tanto, la izquierda española y buena parte de la europea manifestaba su hartazgo por tanta política responsable y moderada y demandaba una vuelta a sus fundamentos revolucionarios. En España volvieron a remover los fangos de la Guerra Civil, reivindicando desde el golpe de estado de la Revolución del 34 hasta las acciones más atroces, y condenando a la derecha a la condición de fascista. La Transición fue primero expropiada a sus principales autores, la Corona y los restos del Movimiento, para luego ser minusvalorada. Había llegado el momento de demandar una política más genuinamente socialista. En política exterior esto significaba criticar la globalización liberal y apoyar a los movimientos que surgieran en su contra. Daba igual que fuera un bolivariano, un peronista o un indigenista, lo importante era contra quien se pronunciaba. Para el nuevo socialismo la opción estaba clarísima, González era un resto de un pasado superado, había llegado el momento del cambio en profundidad.

Tras el 14-M muchos de nuestros empresarios se sintieron tranquilos. Aznar había mejorado nuestra economía, pero su Administración no había sido una buena interlocutora. Su fundamentalismo liberal, su creencia en que el Estado y las empresas debían actuar con un higiénico cortafuegos de separación les había molestado. Nuestros empresarios no sólo no son liberales, sino que detestan esta filosofía. Ellos distinguen perfectamente lo que es una retórica de lo que es una política. El liberalismo les sirve como discurso, para defenderse de unos impuestos elevados o de una interferencia contraria a sus intereses, pero por encima de todo buscan la ubre protectora del Estado. Se habían entendido bien con González y confiaban repetir experiencia. Desde un primer momento comprendieron que el Gobierno estaba dispuesto a escuchar y a intervenir. Nada sería gratis, pero era posible llegar a acuerdos con Moncloa para asaltar un banco o una eléctrica, por citar dos casos de sobra conocidos. Sin embargo, algo no funcionaba.

Desde el principio el Gobierno aclaró que en política exterior no iba a limitarse a defender a nuestras empresas, sino que iba a hacer política. Fiel a su ideario alienta con sus actos y con sus palabras políticas radicales en contra de nuestros intereses. Los más capaces, ahí está el Banco Santander, maniobraron a tiempo; otros, los más fieles al compadreo y a la corruptela, están muy expuestos a la arbitrariedad del iluminado de turno. Es, exactamente, lo que se merecen. Los socialistas llevan tiempo diciendo lo que quieren hacer y nosotros denunciándolo. Sin embargo, nuestros empresarios, como dóciles palomas fieles a las estrategias de pacificación, perseveran en el esfuerzo por entenderse con un Partido Socialista que está abiertamente en contra de sus intereses.

En algún momento el empresariado español deberá tomarse en serio la necesidad de actuar con independencia del Estado y con profesionalidad. Sólo apoyando los principios y valores de la democracia liberal disfrutará de un marco jurídico y político que les permita desarrollar su trabajo con normalidad. El no intervenir supone ceder terreno. Hoy la escuela, la universidad y los medios de comunicación son, en su mayoría, instrumentos al servicio de los que quieren otra cosa. De aquellos polvos del conchabeo y la corruptela vienen los lodos de las nacionalizaciones y el desprecio que sufren de parte de nuestro propio Gobierno.

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