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Democratizando alegremente

Se quiere democracia en Haití: lo sentimos, no basta con mandar dinero. Se quiere en Costa de Marfil: lo sentimos, no basta con angustiarse en el café. Se quiere en Túnez: lo sentimos, no basta con mostrarse de acuerdo con el titular del periódico.

La política exterior occidental se enfrenta a un dilema respecto a Túnez. Lo expresaba con claridad John F. Kennedy en 1961 refiriéndose a la República Dominicana: "Hay tres posibilidades en orden decreciente de preferencia: un régimen democrático decente, una continuación del régimen de Trujillo, o un régimen como el de Castro. Debemos tener por objetivo el primero, pero no podemos renunciar al segundo, hasta que estemos seguros de que podemos evitar el tercero". Sustituyendo a Trujillo por Ben Alí y a Ahmadineyad por Castro, la cita queda actualizada.

Ahora bien, lo que no es de recibo es que la progresía en pleno se despierte de pronto más neocon que los neocon y súbitamente abrace la doctrina Bush, cuya más sucinta expresión era –y es– esta: "Durante décadas las naciones libres toleraron en Oriente Medio la opresión a cambio de la estabilidad; en la práctica esta actitud trajo poca estabilidad y mucha opresión. Así que he cambiado esta política". Y no es de recibo porque su manifiesto de izquierda caviar es de boquilla y, como ha demostrado hasta la náusea, no está dispuesta a hacer lo que hay que hacer para llevarlo a cabo. Y, lo que es peor, de atender a las tendencias de la opinión pública, parece que tampoco está el horno, desgraciadamente, para esos bollos.

En efecto, profundamente equivocada, la historia convencionalmente asumida de las relaciones internacionales de los últimos años se resume fácilmente: Bush, que se volvió tarumba tras el ataque de Bin Laden a las Torres Gemelas y el Pentágono, reaccionó en exceso llevando la guerra a Afganistán e Irak. El resultado de este afán de dominación vestido de idealismo desmedido de transformación de la zona en libre y democrática, ha sido tan catastrófico y calamitoso que los Estados Unidos se tienen que estar quietos y los europeos seguir agachando la cabeza. La solución contra el terrorismo no es militar sino judicial y policial, y no se democratiza ni se construyen estados liberales viables en los confines del planeta, sino que, como toda la vida, se negocia con tiranos y se capea el temporal. Miren a su alrededor y dígannos si no tenemos razón.

Ahora resulta que Túnez es la manifestación de todas las opresiones. Lo sería, pero al menos gracias a Burguiba –el predecesor de Ben Ali al que este derrocó– había menos mujeres veladas en sus calles que en las de Marsella, y la ladrona de oro, la mujer del jefe, seguía yendo a cara descubierta occidental; a diferencia de la esposa del presidente de Turquía que hace el propósito de mostrarlo como manifestación política allí donde Atataurk fue el primero en ponerle coto.

Así que la contradicción progresista está cantada. Queremos –se dice– llevar la democracia liberal a Oriente Medio, pero que sea fácil, porque lo que cuesta no nos vale. Mientras la representante exterior de la UE por fin se acuerda ante el Parlamento Europeo que a los coptos en Egipto los matan, y Obama recibe al tirano chino, no parece que este Occidente decadente esté para mucho más que para seguir el camino de Kennedy, y evitar al menos que el islamismo del partido Enhada asome las orejitas al ladito de Sicilia.

Se suele atribuir la paternidad moderna de la realpolitik a Henry Kissinger, del que en otra época se burlaba hasta Woody Allen en Annie Hall. "¿Harvard? No es tan buena universidad; Kissinger enseñó allí". El caso es que Kissinger inventó poco. Hizo lo que pudo con lo que tenía. Son, en las democracias, las opiniones públicas las que mandan, y entonces la americana ordenaba retirada. ¿Qué ordenamos ahora? Cobardía, rendición y buenismo sin la más mínima intención de hacer un esfuerzo por los demás. Se quiere democracia en Haití: lo sentimos, no basta con mandar dinero. Se quiere en Costa de Marfil: lo sentimos, no basta con angustiarse en la charla del café. Se quiere en Túnez: lo sentimos, no basta con mostrarse de acuerdo con el titular del periódico.

Lo único que puede expandir la democracia y la libertad es la derrota de sus enemigos, que son muchos, armados y violentos. Bush, bajo un criterio de moralización de las relaciones exteriores lo hizo, y se le criminalizó sin misericordia. Ahora se quieren los mismos resultados que en Irak donde Sadam está muerto y no puede volver del exilio como Duvallier a Haití, pero sin dolor, como un milagroso plan de adelgazamiento. Esto sería llamado un razonamiento infantil –desear un acto pero no sus consecuencias– si no supiéramos que los niños de la mayor parte de las épocas son más sensatos que esta generación de occidentales abobados.

Así que quizá porque somos demasiado débiles y necesitamos inteligencia para suplir nuestra carencia de voluntad, la única alternativa es una realpolitik ilustrada pero consciente de nuestras limitaciones que intente sacar el mejor resultado de la situación de falta de equilibrio de, más que fuerzas, voluntades. Pero si tampoco esto vale –porque es cansado, agotador, difícil y solamente cuenta la intención de sentirse bien con uno mismo por hacer como que se apoya a los buenos– entonces sólo queda la valentía del cobarde: otra colecta por Haití, otra manifestación contra Bush, y otra crítica contra el tirano caído.

Si –de acuerdo con la versión universalmente aceptada– Kissinger era un cínico y Bush un asesino, la mentalidad que estamos demostrando los occidentales contemporáneos no pasa de idiota. Y a los idiotas, los malos los matan, no sin antes haberlos despreciado.

Por cierto, nos desprecian. ¿Lo han notado?

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