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Después de América

Obama debería hacer mucho mejor sus números: allí donde la población musulmana alcance ciertos niveles (y a partir del 2% se vuelven crecientemente críticos), el reto cotidiano a los valores democráticos no hace sino aumentar.

Como ha vuelto a poner de relieve en su reciente discurso "al islam" en El Cairo, el presidente americano, Barack Hussein Obama, parece que entiende su mandato como la gestión del declive americano. Y no para luchar contra él o intentar defender lo que le vaya quedando a América de preeminente, sino para favorecerlo. Su deseo es convertir a los Estados Unidos en un país más, como otro cualquiera.

En El Cairo lo ha dicho sin ambages: ninguna nación puede arrogarse decir quién puede tener armas nucleares o quién no. Cierto, puede que estuviera apuntando a un Israel excesivamente nervioso ante los progresos del programa nuclear iraní y la pasividad de la comunidad internacional para impedirlo, pero también podría estar expresando su convicción de que la única legitimidad de las acciones internacionales proviene no de las naciones, sino de la comunidad internacional, ergo, de las Naciones Unidas. Adiós a la preeminencia de la soberanía nacional americana.

Obama ha apelado al llamado "multiculturalismo de una sola dirección", esto es, la visión que pide que seamos nosotros quienes hagamos todas las concesiones imaginables a fin de contentar a los musulmanes o a quines no son o piensan como nosotros. El dirigente norteamericano ha señalado que el islam es parte integral de América y que la propia América es una de las naciones más importantes para el islam. Por su contabilidad, de hecho, todos seríamos parte del islam: la proporción de musulmanes en los Estados Unidos es la misma que la que hay en España, un 2,2% de la población. Pero en Francia y otros países europeos, esa cifra supera el 10 y el 11%.

El marcado tono crítico que Obama emplea siempre para referirse al mundo occidental, como si las cosas que se han hecho mal explicaran y justificaran los males que aquejan a los países árabes y musulmanes, no deja de ser preocupante. Sólo alguien muy convencido de ello puede enfrentar una supuesta libertad religiosa en Al Andalus, que nunca existió, a la dictadura de la Inquisición, olvidando el error histórico que eso conlleva, lo que es ya de por sí una barbaridad.

Como lo es el hecho de que exprese sus ansias de ver el día en que las tres religiones, cristianismo, judaísmo e islam, convivan libremente en Jerusalén, negando lo obvio: que las tres religiones conviven en plena libertad de culto desde hace ya 32 años. Exactamente desde junio de 1967, cuando los soldados israelíes liberaron esa ciudad y la unificaron bajo soberanía de Israel. Y, olvidando al mismo tiempo, que esa misma libertad de culto es inexistente en países de mayoría musulmana.

De hecho, Obama debería hacer mucho mejor sus números: allí donde la población musulmana alcance ciertos niveles (y a partir del 2% se vuelven crecientemente críticos), el reto cotidiano a los valores democráticos no hace sino aumentar.

Si América se adentra en el proceso de pérdida de su identidad, algo que ya conocemos bien en Europa, el mundo acabará por perder la única luz capaz de arrojar algo de claridad moral sobre el planeta. ¿Y después de América qué, señor Obama?

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