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Dos Palestinas

Cisjordania volvería a ligarse a Jordania, lo que resolvería, hipotéticamente, el espinoso problema de que una mayoría de súbditos del rey Abdallah son de origen palestino y vacilante lealtad, mientras que Gaza retornaría a la tutela egipcia.

Como problema, dos Palestinas equivale a una Palestina elevada al cuadrado. Muchísimo más del doble. Tanto que la imaginación desatada en pos de soluciones innovadoras ha dado con la de dar marcha atrás cuarenta años justos al reloj de la historia y volver a la situación anterior a la guerra de los seis días, donde, salvo la existencia misma de Israel, casi todo comenzó para el Oriente Medio actual. Lo osado de la idea da cuenta de la magnitud de la confusión. Cisjordania volvería a ligarse a Jordania, ahora en una federación binacional, lo que resolvería, hipotéticamente, el espinoso problema de que una mayoría de súbditos del rey Abdallah son de origen palestino y vacilante lealtad, mientras que Gaza retornaría a la tutela egipcia, también bajo alguna forma autonómica.

El Cairo no quiere ni pensarlo y Amman tendría que pensárselo mucho. Por su parte, Olmert ha dado con el manido artificio de una fuerza de Naciones Unidas en la frontera entre Gaza y el país del Nilo, para controlar el queso de Gruyere por cuyos túneles circula toda clase de armamento. Otra espectacular hazaña de la máquina del tiempo: Israel confiando su seguridad a una organización multinacional con uniforme, nada menos, que de la organización desde la que sus enemigos jurados le arrojan una resolución hostil tras otra.

Tantas osadías mentales nos dan idea del mar de confusiones en el que se encuentran todos los concernidos. Por supuesto, el análisis de las causas profundas de la situación a la que se ha llegado ofrece el mismo número atrevidas variaciones. De momento la única línea clara en Estados Unidos, Europa y el propio Israel es la de apuntalar a toda prisa el poder de la OLP y su organización medular Fatah, en la orilla occidental, dando así urgencia a una política que viene desarrollándose desde que la islamista Hamás ganó las elecciones en enero del pasado año.

Ya se sabe que unas elecciones democráticas no hacen democrático a un vencedor totalitario. Pero tampoco convierten en moderado a un perdedor que sólo lo es más ligeramente. Pero tanta solicitud no se puede justificar por pequeñas diferencias de matiz. Si utilizáramos terminología española, podríamos decir que el enfrentamiento tiene lugar entre dos bandas terroristas, cada una con su rama política representativa de amplios sectores de la sociedad palestina, una islamista, otra más laica, una más honrada con las cuestiones crematísticas, quizás porque todavía no ha tenido tiempo para dejarse tentar, la otra corrompida hasta el tuétano, una de total intransigencia ante Israel, pero dispuesta a negociaciones pragmáticas a corto plazo, la otra dispuesta de boquilla a negociar soluciones definitivas, pero que una vez alcanzadas ya veremos.

Y detrás de todo ello, un panorama mucho más amplio. Nada es local en el Oriente Medio y últimamente más que nunca. Nada es ajeno a las grandes partidas que se juegan. A cuatro bandas. Islamistas suníes y chiíes ambos dispuestos a expulsar las corruptoras influencias occidentales y a pujar por la unidad política de los creyentes imponiendo cada uno su respectivo dogma. Por otro lado los tradicionalistas monárquicos o republicanos muy hechos a estar sentados en el timón de sus naves, para los que cualquier cambio es una amenaza. Y, por último, los norteamericanos embarullándolo todo, queriendo sembrar las semillas de la democracia en tan inhóspito solar. Difícil, muy difícil.

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