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GEES

El carrusel iraquí

Ahora que se da por descontado que el propio Bush empieza a dar tientos en busca de una salida; ahora, por primera vez, habla de incrementar las tropas.

Bush, a pesar de su inconmovible propósito de no cejar hasta algo que se parezca a la victoria, ha permitido que sus generales jueguen, durante más de tres años, con reducciones de tropas a pocos meses vista. Inexorablemente los meses llegaban pero nunca las apuntadas rebajas. La realidad sobre el terreno invalidaba los innegables avances políticos y convertía los costosos esfuerzos de reconstrucción material en un trabajo como el de Sísifo, con perpetuo regreso a la casilla de partida, frustrando una tras otra todas las esperanzas. El nivel se ha mantenido en torno a unos efectivos de 130.000, lo que significa que en cualquier momento dado no pasan de 35.000 los que están prestando servicios de armas y muchos menos por las noches, destinadas, como se sabe, al amor y la guerra. Pero el presidente, erre que erre nunca ha dejado de afirmar que él proporcionaría lo que le pidiesen pero que lo que había era lo que sus generales consideraban adecuado.

Militares que en plena guerra no claman por más y mejores medios es como burócratas satisfechos con sus presupuestos. Algo que parece ir contra la naturaleza humana y desde luego contra la persistente situación en Irak. Algo que poquísimos estrategas y analistas han considerado razonable y menos aún los militares a los que el retiro les ha soltado la lengua. Esta cuestión es uno de los misterios que la guerra de Irak encierra. ¿Miente Bush o alguien lo engaña? ¿O se conforman los jefes porque saben que de nada sirve pedir lo que no hay, excepto para poner de manifiesto sus carencias?

Sin embargo, ahora que el inquilino de la Casa Blanca abandona el machaconamente reiterado "staying the course" (mantener el rumbo) como un slogan contraproducente, en términos electorales al menos, y se pasa a la exaltación de la "flexibilidad" practicada desde el principio; ahora que su primer militar en Bagdad, el general Casey y su enérgico embajador, el afgano de origen Zalmay Khalilzad, hacen referencia a un plazo de dieciocho meses; ahora que las fuerzas de seguridad locales de todo tipo llegan a los trescientos mil, que se les transfiere la responsabilidad de algunas provincias y se preparan para asumirla en otras; ahora que se da por descontado que el propio Bush empieza a dar tientos en busca de una salida; ahora, por primera vez, habla de incrementar las tropas. De dónde van a salir no nos lo aclara, pero eso sí que es mantener el rumbo y forzar las máquinas. Las guerras las gana el que más aguanta y el presidente norteamericano vuelve a decir lo que siempre ha dicho: que por él no quede.

Si esa firmeza en las palabras va acompañada de hechos no todo está perdido en Irak, excepto que el país guarda siempre en la manga alguna sorpresa desagradable, como si existiese una ley de bronce según la cual todo avance ha de ser contrarrestado por el correspondiente retroceso. Esta semana le toca a Maliki, el jefe de gobierno en quien Washington había puesto todas sus complacencias. Tras dos elecciones y un referéndum constitucional por el medio, con participación progresivamente creciente a pesar de la enormidad de los riesgos, el cuestionamiento de la legitimidad había casi desaparecido de la retórica de los que hacen antiamericanismo y antibushismo oponiéndose a la liberación de los iraquíes. Y ahora va Maliki y para ponerle todavía más difícil las cosas a quienes se gastan vidas y hacienda protegiéndolo y tratando de afianzar su poder como representante debidamente elegido por su pueblo, proclama que él no es un títere de los norteamericanos. Para demostrarlo, se erige en protector del más venenoso demagogo de Irak, el mulá Moqtada al Sadr, jefe de una de las milicias que se dedican al asesinato étnico al por mayor, y todo ello en el momento en el que nuestro hombre de estado dice que acabar con esas actividades y sus protagonistas constituye prioridad esencial de su política. El cuento de nunca acabar.

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