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El desquite republicano

Esa pérdida de confianza hará que en torno al 20% de los independientes que en 2008 contribuyeron decisivamente a la victoria de Obama cambien ahora de bando.

Las elecciones son un puro referéndum sobre Obama y el comportamiento de las cámaras demócratas durante sus dos primeros años. El último esfuerzo del partido gobernante ha sido tratar desesperadamente de "localizar" las elecciones, centrando todo el esfuerzo y dinero en campañas sucias de descrédito personal contra los candidatos republicanos, con escasos resultados. Líderes de primera fila de los demócratas podrían perder su escaño, como el jefe de la mayoría en el Senado, el veterano Harry Reid, de Nevada, y en su caso, para mayor escarnio, frente a una candidata muy ligera y promovida por el movimiento del Tea Party. La maquinaria política de Reid en el estado es poderosa y eso puede darle alguna posibilidad. No la tiene en Delaware, Nueva Inglaterra, una candidata demasiado pintoresca, procedente del mismo sector, que hará perder a los republicanos un codiciado puesto senatorial. La Cámara Alta sólo se somete a renovación cada dos años, en un tercio, con lo que los bandazos se ven amortiguados y los republicanos probablemente se van a quedar muy poco por debajo del empate. Lo suficiente para paralizar las iniciativas más desatentadas de la Casa Blanca, puesto que para la aprobación de las cuestiones importantes se necesitan 60 votos.

En la efímera Cámara de Representantes (nuestro Congreso de Diputados) la renovación bianual es completa –435 congresistas– lo que permite fluctuaciones de mucha mayor amplitud. La próxima mayoría de la actual oposición se considera asegurada, con una ganancia mínima de 50 escaños que podrían llegar a los 75 o incluso más. Con 50 vencen, pero por poco, con un margen muy inferior al que han disfrutado los demócratas estos dos últimos años.

Lo que define la excepcionalidad de este ejercicio electoral es el estado de ánimo del país. Su constitutivo optimismo parece hallarse maltrecho. Los mesiánicos entusiasmos despertados por Obama en su campaña del 2008 se han tornado en desilusión y desesperanza. Por primera vez las encuestas se inclinan del lado de los que no esperan nada mejor del futuro. Las creencias políticas básicas no han cambiado gran cosa, pero la confianza en que Obama satisfaga sus promesas está por los suelos, a pesar de que su aprecio personal se resiste en torno al 45%. Ese desánimo llevará a los demócratas a la derrota por el número de sus votantes que se quedarán en su casa a pesar de los esfuerzos por llevarlos hasta las urnas. Esa pérdida de confianza hará que en torno al 20% de los independientes que en 2008 contribuyeron decisivamente a la victoria de Obama cambien ahora de bando. Junto a la inhibición demócrata y el viraje de una franja de los independientes, el tercer factor decisivo es la movilización de los republicanos, la cual, a su vez, es debida de forma masiva al proteico movimiento del Tea Party. Su contribución a la victoria republicana será decisiva tanto en lo positivo, la movilización de las bases del partido, como en lo negativo: no haberse ni planteado la tentación permanente del sistema americano, la aventura de un tercer partido. Esta era la gran esperanza demócrata que se ha esfumado. Los militantes de las organizaciones que adoptan el nombre de Tea Party son mucho menos numerosos de lo que su fama y decisivo impacto electoral hacen suponer, y carecen de cualquier dirección central. De hecho son muy poco políticos y aunque hayan promovido candidaturas problemáticas como las citadas de Nevada y Delaware, también han llevado a la victoria en las primarias a ganadores netos. Pero básicamente se han contentado con aceptar lo que el partido les ofrecía, aunque el partido ha tenido mucho cuidado en ofrecerles lo que les resultaba aceptable. Pero por encima de todo han resultado la respuesta adecuada a la desazón en la que vive el país y se han convertido en el motor del cambio de manera inmediata.

A largo plazo, además de que estaremos todos muertos, ya veremos.

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