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El estado de la Unión y de la división

Las promesas de Obama de acabar con la politiquería de los extremos, conciliar los opuestos y enmendar los rastreros modos washingtonianos, por un lado, y su programa radical, por el otro, nunca han sido para él mensajes incompatibles

Los discursos sobre el estado de la Unión son ritos anuales de mucha pompa y poca gloria. Entre los de la toma de posesión hay bastantes históricos, esmaltados de frases memorables. No así los que contabilizan, con tintes decididamente rosas, lo que se ha hecho en el año y se expone la lista de compras (de lavandería, se dice en inglés) para el próximo. Es difícil dotar de morbo a un tal ejercicio. Pero Obama es un artista de la palabra leída en teleapuntador. El pasado 20 de enero, a los 365 días de su toma de posesión, llevaba 158 entrevistas y 411 discursos. No cabe duda de que cree en el poder de sus alocuciones. En tan solemne ocasión cabía esperar que se esmerase, superándose a sí mismo. Pero sobre todo, el acto ritual tenía este año a su favor una buena dosis de suspense, creado por su continua caída de popularidad y la conmoción producida por las elecciones del 19 de enero en Massachusetts, en las que los demócratas, contra toda previsión al comienzo de la campaña, perdieron estrepitosamente un escaño senatorial.

La debacle ha dividido a los demócratas. El ala izquierda la atribuye a que el presidente ha sido demasiado contemporizador y no ha llevado su programa radical hasta sus últimas consecuencias, mientras que los que no aceptan para sí mismos más denominación que la de demócratas, sin el apellido de liberales, están convencidos de que el país manifiestamente rechaza el costosísimo programa estatista de lucha contra la crisis e ingeniería social y piensan que la única solución para no encontrarse con lo peor en las elecciones de medio mandato, a comienzos de noviembre, es un golpe de barra a la derecha, para situarse en aguas centristas, poniendo el foco en la recuperación económica y abandonando los experimentos sociales y socialistas a la europea. Eso fue exactamente lo que hizo Clinton después de la paliza que su partido recibió en análogas elecciones en 1994, con tal éxito que salió revalidado en las presidenciales de 1996.

¿La solución de Obama? Todo al mismo tiempo. Nos dice que su prioridad va a ser la creación de empleo y acto seguido hace altiva profesión de fidelidad a todas las políticas que le han llevado a la declinante situación actual. Lo primero ya es bien difícil por sí solo y la lista de compras que ha presentado al respecto no tiene nada de impresionante, pero acompañado de más de lo mismo, lo razonable es calcular que resultará imposible. Ya se sabe lo veleidosa que es la fortuna política en tierras americanas, debido a la crueldad del electorado con la falta de resultados de quienes los gobiernan. Así las cosas, sólo un auténtico milagro económico puede salvar a los demócratas el próximo tres de noviembre. Los que saltan del barco renunciando a la reelección o a presentar una candidatura que parecía pan comido hasta hace semanas, aumentan de día en día.

Parece, pues, que el Obama ideólogo ha vencido al pragmático y oportunista. A no ser que haya sido el maquiavélico, que prefiera pasar por la traumática experiencia de la derrota, para así acorralar a su vociferante izquierda y sólo entonces repetir el salvador viraje de Clinton. Pero en el discurso, que se parece a los de su campaña del año 2008, hay indicios de que sus posiciones no han cambiado desde entonces. Sus promesas de acabar con la politiquería de los extremos, conciliar los opuestos y enmendar los rastreros modos washingtonianos, por un lado, y su programa radical, por el otro, nunca han sido para él mensajes incompatibles. La superación de los contrarios consiste en que los contrarios se adhieran a sus proyectos, encarnación del progreso, y que los irreductibles queden reducidos a la irrelevancia, con la importante función de mantener una apariencia de bipartidismo, con una formación política perpetuamente en el Gobierno y la otra en la eterna e impotente oposición. Gran designio en el que nuestro Zapatero ha sido su indudable precursor, ya que probablemente no su maestro.

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