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El modelo se difumina

Si un Gobierno semejante preserva los valores kemalistas, manteniendo la apertura a Occidente y ahondando en las prácticas propias de la democracia, Turquía será más que nunca el modelo de lo que quisiéramos para el mundo islámico.

¿Más que nunca o menos que nunca es Turquía un modelo? Lo que Occidente sueña para cualquier país musulmán. Islamismo abierto a la democracia y al Oeste. El anhelo europeísta viene de los orígenes del Estado moderno, a comienzos de los años veinte del pasado siglo, cuando Ataturk y sus oficiales modernizadores extrajeron de la perdida guerra mundial la lección de que el califato otomano era una insoportable rémora que lastraba al país hacia el pasado. Decidieron que lo que quedaba de un multiétnico imperio dinástico basado en fundamentos religiosos era ni más ni menos que una nación a la que todas las minorías debían conformarse. La estructuraron políticamente mediante una constitución, ese otro instrumento tan ajeno a sus propias tradiciones como la misma idea nacional.

La democracia ha sido siempre imperfecta, demasiado "a la turca", con un ejército guardián de todo el sistema y verdadero Estado dentro del Estado. Pero la mezquita no se ha interferido nunca con el poder y sus signos y símbolos han quedado fuera de todo lo oficial, incluido el sistema educativo, empezando por las emblemáticas pañoletas. Una de ellas ha sido la causante trivial e inmediata de las tensiones políticas de los pasados meses que han desembocado en las elecciones que el domingo dieron la victoria a los islamistas. La que usa o más bien ostenta, dado su significación política, la esposa del ministro de Exteriores, candidato en abril a la Presidencia de la república. La posibilidad de una primera dama con atuendo islámico ha sido la gota que ha desbordado el vaso de la paciencia secularista, con las fuerzas armadas en vanguardia.

Cuatro veces en medio siglo los militares han interrumpido bruscamente el proceso político. No es el ideal democrático, pero no puede dejar de señalarse que lo han hecho para contener una situación en franco deterioro o, en la más reciente oportunidad, para frenar una revolución islamista desde el poder, y que luego han restablecido el proceso en poco tiempo. También que la institución sigue siendo la más prestigiosa de todo el sistema.

Cuando los religiosos volvieron a ganar las elecciones en el 2002 con hábitos más moderados, el celoso guardián de la ortodoxia secular los respetó con inquieta neutralidad. Cuando hace tres meses intentaron apoderarse de uno de los baluartes del sistema kemalista, el puesto de presidente, el ejército respondió con una advertencia pública. Que Erdogan, jefe de gobierno y líder del partido islamista Justicia y Desarrollo haya apelado al veredicto popular resulta impecablemente democrático. Su victoria, pasando del 34% de los votos hace cinco años a casi el 47% ahora, con una bonita participación del 80%, hace mucho más difícil la intromisión militar y mucho más grande el recelo de los sectores más cultos y occidentalizados de la sociedad turca.

Será prudente que compartamos con ellos una dosis de escepticismo. Si un Gobierno semejante preserva los valores kemalistas, manteniendo la apertura a Occidente y ahondando en las prácticas propias de la democracia, Turquía será más que nunca el modelo de lo que quisiéramos para el mundo islámico. Pero lo que ha tenido de modelo hasta ahora se basó en separar el Corán del Gobierno. Hay bastantes indicios de que la moderación de Erdogan, incluida su puja cada vez más inverosímil por la candidatura a la Unión Europea, pueda ser una piel de cordero. Entre atuendos anda el juego.

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