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El último Obama

La crisis le ha permitido a Obama hacerse con una suma cada vez más grande de miles de millones para gastar arbitrariamente en calidad de estímulo anticrisis, inflando elenfantiásicamente al Estado de poderes y deudas.

Tanto la esperanza como el cambio han sido en todo momento vagos y sobre todo fluctuantes y su última fluctuación en el discurso inaugural ha sido el mutis por el foro de tan manidos tópicos. En su estreno, el presidente ha vuelto a tocar muchas de las teclas del obamismo en los términos más etéreos y sin añadir una pizca de concreción. No ha levantado el ardor de la campaña y sólo hubo aplausos cuando se detuvo reclamándolos. Debemos interpretarlo como sintomático. Empieza el enfriamiento de Obama o al menos el refrescamiento.

El Obama juvenil fue un progressive, la extrema izquierda americana, más o menos un socialista europeo puro y duro, agriamente crítico con su país, al que culpabiliza de casi todos los males del mundo. Durante la campaña presidencial encubrió ese pasado con la connivencia de una gran prensa aliada incondicional y con, en gran parte, la caballerosidad bastante mal entendida de McCain. Pretendió elevarse sobre el bien y el mal, ser todo para todos, pero a partir de la convención demócrata que en agosto lo ungió como candidato, se identificó con la corriente principal del partido, transformándose en un clásico líberal, digamos un más temperado socialdemócrata europeo, cuyo cambio sería más previsible y partidista.

A lo largo de la transición se ha ido inclinando al centro en nombramientos y en mitigación de promesas electorales. Va descubriendo que Bush no lo hizo todo mal y se muestra obligado a seguir algunos de sus pasos más significativos, al tiempo que pospone ad kalendas graecas otros que le eran consustanciales durante la campaña. Una evolución realista y sensata, vista desde la derecha, que se ve facilitada e impulsada por la crisis. Ésta le dio el empujón definitivo hacia la victoria, cuando la cosa estaba muy empatada en la primera quincena de septiembre, absolviéndolo, paradójicamente, de llevar a cabo muchas de las promesas sobre las que había cabalgado hacia la Casa Blanca. Al mismo tiempo le ha permitido hacerse con una suma cada vez más grande de miles de millones para gastar arbitrariamente en calidad de estímulo anticrisis, inflando elenfantiásicamente al Estado de poderes y deudas, poniendo en sus manos fabulosos medios financieros con los que llevar a cabo los proyectos de ingeniería social de sus sueños. El colmo de la fortuna para un político.

Pero, ¿cuál va a ser el verdadero Obama? Probablemente el del discurso de toma de posesión. Un Obama puro, en su carácter etéreo una definición mejor de cuanto ha hecho o revelado hasta ahora de sí mismo, por cuanto enuncia una colección de elevados tópicos izquierdistas con extrema cautela e infinito cuidado y sin comprometerse a nada más que a las más absolutas generalidades.

En cuanto a las palabras, retorna esperanza, pero casi de puntillas, mientras que cambio rechina por su estentórea omisión, lo que estará ya siendo el tópico preferido de todos los comentarios. Solamente: "Pues el mundo ha cambiado y nosotros debemos cambiar con él". Si algo reafirma en su discurso es la tradición americana, aunque, muy suavemente, pretende interpretarla en clave multicultural y justificar con ella su difuminada ideología. Pone también gotas de churchillianismo, o kennedismo, pidiendo más esfuerzo y sacrificio que prometiendo soluciones específicas. No es que un discurso inaugural tenga que contener muchas, pero éste se lleva la palma. No es de extrañar que la exaltación de los públicos de su campaña estuviera ausente entre los millones de espectadores.

Éste es el último Obama en el tiempo, pero no el definitivo. El cargo los cambia a todos. Lo que está por ver es hacia dónde y cómo. El historial ideológico y político del nuevo presidente legitima un sano recelo que demasiados, imprudentemente, han dejado irse por la borda del encandilamiento.

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