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Hace diez años, nuestro Irak

La guerra de Irak generó un colosal ataque de histeria antiamericana de alcance planetario.

La guerra de Irak generó un colosal ataque de histeria antiamericana de alcance planetario.

En la noche de las Fallas valencianas de 2003, tropas americanas –con algunas británicas y australianas– atacaban las fuerzas de Sadam Husein y bombardeaban un edificio en Bagdad donde creían podía estar el déspota, con la esperanza de que la decapitación del régimen precipitara su desmoronamiento.

El que esto escribe llegaba a Londres para asistir a un seminario sobre temas de seguridad internacional, y en la cena los profesionales estaban conmocionados y convencidos de que aquello era más importante todavía que el 11-S, y de mayor impacto. Lo cierto es que era una consecuencia de los ataques a Nueva York y Washington, y que no comenzó una nueva era histórica pero sí supuso un importante cambio de etapa. Por encima de todo, fue el final de una blanda aceptación internacional de una cierta hegemonía o, más precisamente, preponderancia americana tras la desaparición del bloque soviético y el sistema bipolar. Significó la eclosión de una virulenta reacción antihegemónica, formada por una coalición sumamente heterogénea y contradictoria en la que desempeñaron un papel muy importante los perdedores de la Guerra Fría, para quienes la ocasión representaba un atronador canto del cisne: les proporcionó la oportunidad de desencadenar un ataque de histeria antiamericana a escala mundial, so capa de anticonservadurismo, anzuelo que mordieron también muchos conservadores acomplejados, de los que aceptan resignadamente que la impositiva ortodoxia de lo políticamente correcto sea monopolio inexpugnable de la izquierda.

Junto al fenómeno bélico se produjo una colosal campaña política y mediática de deslegitimación del empeño americano por destruir un régimen criminal para con sus propios ciudadanos y gravemente amenazador para su entorno, que en medio de su penuria económica daba prioridad absoluta a la adquisición de armas de destrucción masiva –como la paupérrima Corea del Norte o el nada boyante Irán–, que todos los servicios de inteligencia exteriores activos en el país estaban convencidos ya poseían en cierto grado. La lógica del argumento llevó a la exaltación como heroicos resistentes de asesinos yihadistas que acudían de todo el mundo islámico para masacrar a sus odiados herejes chiitas y ponerle los muertos a la cuenta de Bush y Aznar, con alborozados aplausos occidentales.

Desde luego en España, donde confluyen varias vetas de antiamericanismo –y el de derechas, proveniente de nuestro 98, es más antiguo que el de izquierdas–, muchos conservadores se tragaron el anzuelo con flotador y caña, desde ministros del Gobierno de Aznar para abajo. El tema, magistralmente manipulado por Rubalcaba por cuenta de Zapatero a propósito del 11-M, y desastrosamente gestionado por el PP, no sólo proporcionó a la izquierda una victoria caída del cielo, o más bien subida del infierno, sino que fue, durante los siguientes cuatro años, el inagotable leitmotiv de un implacable acoso contra la derecha, que ni osaba defenderse, sólo rezar para que todo pasase cuanto antes e imperara el olvido, el cual llegó definitivamente con la crisis económica, aunque estos días ha sido recuperado por algunos de los ahora desamparados beneficiarios de aquella campaña, con su patético recordatorio de la espléndida falacia de deshonestidad propagandística de la "guerra ilegal", como si las guerras no se produjeran precisamente por la quiebra de la más elemental legalidad.

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