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La guerra de las mentiras

Libby no ha sido acusado por el delito para cuya investigación se había sido nombrado al fiscal. No fue el autor de una revelación que, en todo caso, no era punible.

En la guerra una de las primeras bajas es la verdad. Pero en la guerra contra la guerra la mentira ha sido la materia prima y arma casi única desde sus mismos orígenes. El último coletazo, último por ahora, ha sido el juicio del jefe de gabinete del vicepresidente Cheney, ininteligible fuera del contexto de esa guerra en la que los demócratas han puesto tantas esperanzas y de la que ahora no saben cómo salir.

Esa última batalla se ha saldado con un veredicto contrario para Libby, la víctima propiciatoria en cuestión, que los demócratas han celebrado como una reivindicación de sus posturas.

El juicio mismo es una ilustración de las peculiaridades del sistema norteamericano, impensable en España o, en general, en Europa. Ha sido un vodevil que terminó en tragedia personal para su protagonista, el cual tiene, sin embargo, muchas posibilidades en la apelación.

Todo empezó con un escándalo por la revelación de la identidad de una agente, más bien funcionaria, de la CIA. Supuestamente se trataba de una venganza de la Casa Blanca contra su marido, el diplomático Joseph Wilson que había lanzado un ataque, absolutamente falaz, contra la justificación de la guerra por parte de Bush. Hay una ley que convierte en delito ese tipo de revelaciones. La CIA, muy resentida con la Administración Bush, pidió al Departamento de Justicia que interviniera. Este recurrió a un procedimiento muy discutido y discutible, el nombramiento de un fiscal especial que abre un proceso que normalmente dura, como éste, varios años, consume unos cuantos millones de dólares y tiende a justificarse a sí mismo haciendo algo de sangre.

Sólo en la conclusión del proceso ha llegado a saberse que el fiscal sabía desde el principio quien había sido el autor de la filtración y que además no era procesable porque lo que hizo no era delito. La funcionaria de la CIA desvelada no era agente secreto y su identidad no estaba protegida por la citada ley.

Libby no ha sido acusado por el delito para cuya investigación se había sido nombrado al fiscal. No fue el autor de una revelación que, en todo caso, no era punible. Fue acusado de no haber dicho la verdad en los interrogatorios en el curso del proceso, lo cual se reduce a un problema de memoria sobre algo que finalmente era irrelevante. La defensa demostró que todos y cada uno de los testigos tenían también problemas de memoria, como cualquier ser humano. No convencieron al jurado. Pero los demócratas, inmunes a la realidad, lo celebran como una victoria y como un pronunciamiento judicial de que todo lo que dijo la administración en los orígenes de la guerra era mentira. La realidad es que todo lo que ellos han dicho es calumnia.

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