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La masacre de Oslo

Tampoco hay paraísos de tranquilidad. La fuerte seguridad de la embajada americana ha dejado de ser la irrisión de los habitantes de Oslo.

La primera sospecha yihadista, a falta de datos, no por equivocada fue menos lógica. Se razona sobre los antecedentes. Cuando el nudo hecho esencial se afirma, la identidad del autor, el desconcierto nos deja casi sin palabras: los análisis brillan por su ausencia en la prensa internacional y los think tanks especializados en el tema todavía no se habían enterado de los sucesos a última hora de la tarde del domingo 24. Es muy poco probable que una mayor riqueza de detalles pueda añadir más que matices al estudio del terrorismo, aunque sí podría hacerlo al conocimiento de la extrema derecha en Noruega y más a la psicología de cierto tipo de criminalidad ideológica.

Si el autor, como dice, no tuvo colaboradores, nos deja prácticamente como estamos, excepto que derriba una casi certeza que estuvo en las bocas de todos los expertos en las horas que precedieron a la revelación de la identidad de Breivik: un atentado como la voladura del edificio gubernamental que aloja las oficinas del primer ministro no parece posible que se haga en solitario. La policía noruega siguió sin creérselo, refiriéndose a declaraciones de algunos testigos, sin revelar su contenido, aunque hacia las siete de la tarde del domingo, con un mayor conocimiento de los antecedentes del autor, ha empezado a admitirlo. Inicialmente también se dijo que debió haber explosivos en el interior del edificio. No se ha vuelto a mencionar y por sí mismo tampoco sería prueba suficiente de una actuación en equipo. Nos dicen que los pocos detenidos ya están en libertad tras el correspondiente interrogatorio.

Si el implacable vikingo actuó sin ninguna ayuda, es el campeón de los de su especie. En este punto como en otros, su infame hazaña no hace más que intensificar nuestra consciencia de vulnerabilidad frente al terror. Lo mismo hay que decir de su procedencia ideológica: extrema derecha, fundamentalismo cristiano. En esta línea no es tan original. En el reciente terrorismo podemos encontrar un precedente en el ataque contra el edificio federal en Oklahoma City en 1995. Dos años antes se había producido un primer atentado contra las torres gemelas de Nueva York y su procedencia era certificadamente islámica, así que en esa dirección apuntó la sospecha inicial, hasta que en pocas horas la policía tuvo pruebas que señalaban el mundo de las milicias de lo que en Estados Unidos se llama el "supremacismo blanco", de concomitancias nazis.

Lo que ahora cabe esperar es que los psiquiatras ahonden en los recovecos de la enferma mente de Breivik. La lección, que nada tiene de nueva, es que no hay chifladura extremista despreciable y cualquiera que asome su cabecita debe alertar a la policía. Tampoco hay paraísos de tranquilidad. La fuerte seguridad de la embajada americana ha dejado de ser la irrisión de los habitantes de Oslo. No estuvo a salvo la idílica Bali ni lo están los tolerantes países nórdicos que a lo largo de último año han sido objeto de la actividad de diversas tramas islamistas. Que la tragedia actual haya venido del extremo opuesto no justifica en absoluto bajar ninguna guardia. Bien al contrario.

Los occidentalófobos y cristófobos han sacado inmediatamente el espectro de la islamofobia. Sin duda, la etiqueta le corresponde al rubicundo noruego, que es por igual anticomunista, en lo que coincide con los que ven satanes en todos los que no se someten al califato. Por irrelevante que sea, no hay por qué dejar de mencionar que entre las víctimas del viernes no hubo un solo islámico. Tampoco que en las horas siguientes a la primera noticia de Oslo, las webs y los blogs islámicos estuvieron descorchando simbólicas botellas de champagne halal, como en su momento en el entorno ETA, durante un cierto tiempo, unos celebraron el atentado del 11-M como machada propia mientras que otros se horrorizaban considerándolo una locura contraproducente.

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