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La mejor justicia humana

Ha logrado que se hable de la sentencia como si estuviera inspirada directamente por el Espíritu Santo, emanada de un dios justiciero. En lo que a cada uno conviene, claro está.

Todo un tercio de picas ha puesto en Flandes el juez Gómez Bermúdez con su sentencia. Era un juicio no sólo extraordinariamente político por su naturaleza sino además extraordinariamente politizado. Se basaba en una instrucción mediocre y una investigación policial con muchas chapuzas, con un Gobierno detrás que no se caracteriza en lo más mínimo por sus remilgos morales o legales, cuya legitimidad de origen y posible influencia en su revalidación electoral estaban en juego, lo que supone que también lo estaban muchas carreras y no sólo políticas. Los jueces no actúan desde el Olimpo sino metidos de hoz y coz en todas esas muy humanas circunstancias. En este caso tenían que evitar ser arte y parte de una guerra entre poder y oposición, que fuera cual fuera la calidad de su trabajo desvirtuaría los resultados. De modo natural, tenía también que dejar a salvo a la familia judicio-policial. Y claro está, sobre todo, por encima de todo, tenía que hacer justicia, a partir del material que obraba entre manos y en medio de ese laberinto de partidismos y apasionadas teorizaciones.

Lo que se puede decir, básicamente, es que lo ha conseguido. Y además con creces, porque ha logrado que se hable de la sentencia como si estuviera inspirada directamente por el Espíritu Santo, emanada de un dios justiciero. En lo que a cada uno conviene, claro está. Por interés o por la irresistible comezón del "yo ya lo había dicho". En lo que no, ahí está el sumario, las transcripciones del juicio y las setecientas páginas de la sentencia, más las múltiples investigaciones llevadas a cabo por los medios que nos estaban satisfechos con la presentación oficial y pensaban que valía la pena explorar otras pistas o criticar las existentes.

Navegando en ese proceloso mar de escollos, el motor que no podía dejar de impeler al tribunal era la necesidad de condenas. Tras tamaño crimen, el carácter insuficiente satisfactorio de muchas pruebas no podía ser obstáculo para lavarse las manos y dejar a la mayoría de los procesados en la calle. En la vorágine mediática del juicio y en su sobreexplotación partidista, y no sólo de partidos políticos, muchos parecen olvidar algunas realidades de sentido común. Un juez, como cualquier ser humano, puede llegar a certezas absolutas, es decir convicciones morales y lógicas sin sombra de duda razonable, al margen de la pruebas. Es muy duro condenar a un acusado al que toda la evidencia señala, cuando se está convencido de su inocencia. Al fin y al cabo, el tiempo ha revelado gravísimos errores judiciales con pruebas abrumadoras. Es igualmente duro absolver cuando las circunstancias son las opuestas. Dejar en libertad a quien se tiene la certeza de que es un criminal que inexorablemente va a reincidir, "sólo" porque no se han conseguido los indicios fehacientes.

Todo esto lo pasan por alto quienes se aferran a la infalibilidad de las pruebas por el hecho de que el juez las haya aceptado. Los datos que ha utilizado el tribunal están a disposición de todos, y cada uno, libre del cúmulo de circunstancias que el tribunal ha de considerar, puede extraer sus conclusiones. La realidad, como creo que convincentemente han demostrado García Abadillo o Luis del Pino con datos sacados del propio texto de la sentencia, es que la mochila de Vallecas y los explosivos son como pruebas bastante birriosas. Pena que eso, como otros datos, contenga una mala nota para la versión oficial. Aunque la sentencia realiza el prodigio de no machacar a ninguno de los bandos en liza y dejar a todos contentos, al menos de boquilla, un análisis fríamente técnico y de alta calidad jurídica como el de Emilio Campmany demuestra, en toda la medida que estas cosas admitan demostraciones que nunca serán las de las matemáticas, que los críticos salen mejor parados que los oficialistas. La rabia que estos empiezan a mostrar lo corrobora.

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