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Libia y nosotros

Cualquier resultado es problemático pero la continuidad de Gadafi en contra de la manifiesta repulsa de la gran mayoría de su pueblo sería el peor.

Libia y la revuelta árabe es tema suficientemente claro. Es una de las modalidades de esa revuelta, en la que todas interaccionan entre sí, y que dentro de su variedad nacional tienen tantos elementos comunes. El proceso va para largo, tendrá otras muchas manifestaciones, no está cerrado en ningún país y los resultados serán múltiples.

A medida que la ola avanza o refluye y el único acuerdo es sobre la magnitud histórica del fenómeno, cada vez se nos plantea con más intensidad la cuestión de qué hacer. La pasividad no es una opción, pero aunque lo fuera habría que decidirla estratégicamente. El apremio, en Libia, es absoluta urgencia. Principios, intereses y posibilidades son los elementos de la decisión, todo ello afectado por el imprescindible pero extremadamente azaroso cálculo sobre los resultados. En este caso no debe existir el conflicto entre principios e intereses que tan desconcertante resulta en otras partes. Para los europeos los intereses son enormes pero Gadafi ha sido siempre un socio tan desagradable y ha llevado ahora las cosas –la represión– tan lejos que la elección se impone por sí sola. Cualquier resultado es problemático pero la continuidad de Gadafi en contra de la manifiesta repulsa de la gran mayoría de su pueblo sería el peor.

Lo curioso es que Obama, que después de varios trastabilleos, terminó pidiéndole al amigo Mubarak que se fuera, todo lo que ha hecho con el infumable Gadafi es afearle su conducta. Es verdad que tras largos años de abierta enemistad, en el 2003, como una de las primeras consecuencias de la invasión de Irak, el sátrapa libio se apresuró a confesar que tenía un programa nuclear convenientemente enterrado en los túneles de una montaña, y renunció a él dando toda clase de garantías. Eso suavizó las relaciones pero no creó intimidades ni dependencias. Como todos, Washington tiene que preocuparse de sus nacionales sobre el terreno, mucho menos numerosos que los de otros países, pero no tiene necesidad directa del petróleo o el gas libio, a diferencia de los europeos. Italia recibe de la otra orilla del Mediterráneo un tercio de su energía importada. La siguen Alemania, Francia y España.

No es la energía la mayor de las preocupaciones. Libia exporta algo menos de dos millones de barriles diarios y la capacidad de reserva de la OPEP es de 6 millones, de los cuales cuatro corresponden a Arabia Saudí, que ya ha prometido suplir las carencias de los norteafricanos. Mucho más preocupante son los miles de nacionales europeos que trabajan en Libia. Gadafi podría repetir la hazaña de Saddam tomándolos como rehenes, si bien su propaganda exterior, confiada a su hijo Seif, sigue siendo que allí no sucede prácticamente nada. Cabe esperar que los proyectos de intervención estén esperando a que las evacuaciones se consumen.

La intervención supone serias dificultades y con suerte no sería necesaria. Se va estrechando el cerco en torno a Gadafi, cada vez más circunscrito a Trípoli y sus alrededores. La capital comprende algo más de un tercio de los habitantes del país. Dada la penuria de información, que también va despejándose a medida que el régimen pierde terreno, no sabemos bien quién lucha por los rebeldes civiles. A veces ellos mismos se enfrentan a los matones del régimen a pecho descubierto. En algunos casos son unidades militares que han desertado. A pesar del estrecho control que Gadafi ha ejercido siempre sobre los militares, como sobre todo el Estado y la sociedad, la base de sus fuerzas de seguridad son milicias, en muchos casos mejor armadas que el ejército, y una especie de legión extranjera, lo que explica las acusaciones de mercenarios. Las fuerzas aéreas están casi completamente en manos de éstos. Dos pilotos que desertaron a Malta con sus aviones eran serbios.

Las sanciones aprobadas por unanimidad por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ratifican la condición de paria internacional de Gadafi y los suyos. Tienen gran valor simbólico, porque sin duda chinos y rusos las aprueban haciendo de tripas corazón y preparándose a decir hasta aquí hemos llegado en cuanto se plantee una intervención armada. No tienen efectos prácticos inmediatos excepto el de cortarle todavía más la retirada a Gadafi y por tanto empujarlo todavía más a su agresivo numantinismo, cuando podría ahorrar muchas vidas y bienes tenderle un puente de plata hacia no se sabe dónde, que ese sería otro problema.

Una interdicción del espacio aéreo supondría una operación compleja con una movilización importante de recursos en su mayor parte norteamericanos. Desde luego tendría efectos sobre el conflicto. Una interdicción terrestre sería todavía más eficaz, pero más comprometida con el tremendo peligro de desgraciadas confusiones, como sucedió en Kósovo, cuando aviones americanos bombardearon una columna de pobres refugiados confundiéndola con fuerzas serbias. La interdicción naval sería la más sencilla y tendría cierta eficacia, porque en algunas ocasiones Gadafi ha atacado a los manifestantes desde el mar, que puede además ser una vía para el transporte de sus tropas. En todo caso una exhibición de fuerza frente a Trípoli podría convencer a los leales por conveniencia de que tienen la partida perdida y de que más vale que pongan pies en polvorosa. Facilitarles la defección debería ser un punto central de una estrategia combinada euroamericana, lo que sería OTAN por el nombre que fuese.

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